En
el autobús urbano, dos hombres de unos sesenta años comentando las
noticias. “Un padre ha matado a su hijo con parálisis cerebral y
luego se ha suicidado”, leía uno. “Pues el otro día”,
comentaba el segundo, “en un semáforo un peatón le endosó un
navajazo a
otro, sin venir a cuento”. “Cuánta violencia”, se lamentaba el
primero, “yo creo que eso es por los yogures”. “¿Los
yogures?”,
se pasmaba el compañero. “Claro”, decía el primero, algo
molesto por tener que glosar una obviedad. “¿Tú sabes la cantidad
de yogures que se comen hoy en día? Vete tú a saber lo que
llevarán”, comentaba
indignado.
“Pues qué van a llevar, lo que dicen los ingredientes, ¿no?”,
decía el otro. “Sí, hombre, eso no se lo cree ni Dios. En los
ingredientes no ponen ni la décima parte. Yo leí el otro día que
comerse un yogur diario es una de las principales causas de muerte
súbita en el primer mundo”.
Ante
tan recio argumentario, el amigo escéptico de la teoría yogurtera
terminó por guardar silencio, abismando la mirada, sin mostrar mucha
conformidad, más allá de la ventanilla. El primero dobló en un
tris el periódico, con mucho garbo. Recordé que en tierras
helvéticas afloró no hace mucho un partido político un tanto
insólito, cuyo ideario se centraba en la firme oposición a los
power
point,
que según ellos ocasionaban en nuestras sociedades unas pérdidas
millonarias. A este señor del bus se le veía cierto carisma, y no
se atrevería uno a aventurar que no llegue algún día a convertir
en tendencia política ese credo delirante que convierte un derivado
lácteo tan cotidiano, benemérito para la flora intestinal o como
poco inofensivo, en un supervillano. Mientras divagaba de esta forma
atisbé por el rabillo del ojo que abandonaban su asiento los
pasajeros parlantes. Se apearon en la siguiente parada.
2018