ADEPTO DEL CELULOIDE
Me costará olvidar la escena en aquel cine de Bolonia. A los diez
minutos de metraje, un anciano ubicado en filas posteriores montó en
cólera por el ruido inadmisible que, a su juicio, yo producía
masticando palomitas. Me pareció una reacción desproporcionada, e
hice ademán de girarme para entrar al trapo. Mi prima, que llevaba
tres años en Italia, me disuadió con un codazo desde la butaca
contigua. Por señas me emplazó a una posterior explicación, al
tiempo que me arrebataba el cubo de palomitas casi lleno. Yo la miré
desconcertado.
De vuelta a casa comenzó a explicarme que aquel hombre, durante
veinte años alcalde de la ciudad, padecía de Alzheimer. Gracias a
su gestión, Bolonia se había transformado en lo que hoy era.
Querido por mucha gente, recordado por todos, él ya no conseguía
acordarse de nadie. Pese a todo, conservaba la costumbre de ir al
cine. Agradecida, la gente por lo general lo respetaba de forma
primorosa. Las películas que miraba -sin comprender enteramente-
caían pronto en las manos insaciables de la desmemoria, pero él
aguardaba las salidas cinéfilas como uno de los pocos alicientes de
su rutina.
Agradecí a mi prima que frenase mi conato de respuesta en mitad de
la película. Una vez contextualizada, la bravata de aquel hombre
podía resultar hasta entrañable, aunque muy triste. Le pregunté si
la familia se molestaría en caso de que yo contase aquella historia.
"No puedo garantizarlo", dijo encogiéndose de hombros,
acaso algo indiferente ante mi manía de ponerlo todo negro sobre
blanco. Luego calló unos segundos, como las radios de esos coches
que se internan en un túnel de kilómetro y medio.
Jesús Artacho, 2019.
*Texto publicado previamente en la web microcuento.es