Conocí este libro a través de los comentarios entusiastas de Alberto Olmos.Publicado en 2016 por la zaragozana Jekyll & Jill, mi ejemplar corresponde a la segunda edición, de ese mismo año, y que ya incluye una faja con los elogios del segoviano, entre otros.
He comenzado la lectura del libro entusiasmado. Rubén Martín Giráldez le da un meneo brillante al lenguaje, con verbo bullente y talento neologista. Un experimento literario que por desgracia sólo disfrutamos unos happy few. En las primeras páginas, el libro comienza a presentarse, o así lo entiende uno, como una invectiva incandescente hacia la escritura adocenada y burguesona, a esos escritores que son incombustibles porque nunca arden sobre la página:
"Más parecía que estuviesen de vacaciones de verano en el lenguaje que escribiendo", leemos. O: "Muertos de miedo de hacer una frase que no se entienda a la primera". O: "A lo mejor hay que replantearse el idioma".
No obstante, el espíritu dinamitero y provocador del narrador va más allá y le lleva a extrapolar esa crítica a la literatura española en su conjunto, hasta el punto de dudar de que exista una persona en este país que sepa leer. Tiene por lo tanto su crítica un sesgo nacional, de criticar "lo español" en lugar de "lo conservador", de forma transversal, lo cual quizá hubiera sido más interesante y menos ridículo: uno no encuentra del todo justo mandar a tomar viento a todo lo escrito en España y, más aún, en español. El libro, a mi entender, decae también con la entrada en escena de Ben Marcus, autor estadounidense a quien Martín Giráldez ha traducido y a quien uno no conocía antes de leer Magistral. Al narrador le parece Dios, de modo que se postra de forma servil ante él y trata de transmitirnos su buena nueva. Llega al punto de incluir alguna página de sus libros (en inglés, of course).
Obviando estos pequeños peros que le pongo, la obra en su primera mitad me ha parecido un festín, un ejercicio de sana creatividad, una apuesta arriesgada, radical y brillante.
La nevera está triste, qué tendrá la nevera. Los zumbidos se escapan por su boca sin son. Acuchilla silencios molestando a la peña, escasea en yogures y no tiene jamón. La nevera es un hueco, ya parece anoréxica, sin mousse de chocolate ni cerveza ni amor. Sueña con otras épocas, con un mar de croquetas, y en verano -en agosto- sufre con el calor: se lamenta ruidosa, los inviernos anhela y se queja la pobre, como un preso sin sol. La nevera está harta, la nevera está vieja. Para colmo de males, ni un triste salchichón engalana sus baldas. Dos manzanas reinetas solitarias, podridas, le ensucian el cajón. Mas se acerca diciembre, y con él la paga extra obtendrá el jubilado de la exigua pensión. Llegarán los bombones, langostinos sin tregua, algún queso barato y un poco de roscón. La nevera no zumba, la nevera se alegra; con su estómago lleno, ve en la vida color. Ay, nevera dichosa, de las nieves eternas que brinda tu marido el gris congelador. Ay, nevera sufrida, cuando la obsolescencia -tempus fugit, ya sabes- haga sin compasión que tu buen mecanismo, por capricho de jetas, dé con rota osamenta en un contenedor. No quiero ni pensar en la escena funesta que con ojos miopes miraré con dolor. ¡Oh nevera magnífica, cumplidora irredenta! ¡Ya el poeta se exalta! ...Versos de garrafón disculpables acaso de un domingo en pandemia (en el confinamiento, busca una distracción). Si el gran Rubén Darío levanta la cabeza en seguida le atiza al torpe imitador. La nevera está triste, la nevera se queja: “después de tantos años, de todo este sopor, ni siquiera en palabras el destino me premia: vates de chichinabo entonan mi canción”. La nevera está escuálida, la nevera está vieja, pero las Navidades prometen esplendor, y el frescor todavía por sus venas serpea: vendrán mejores tiempos si resiste el tirón.