Gone Astray, de Cheryl Tarrant
Tras
fregar el coche en la huerta, al atardecer, con la manguera, mientras Luna y Rambo merodean, regreso a casa caminando solo. Ya es casi de noche. En el silencio, las hojas de un
árbol bastante alto vibran con el viento. Durante siete segundos las miro sin
dejar de caminar, me dejo empapar por una oleada de ternura, pienso en un plano de una de
esas películas contemplativas, de fotografía exquisita, sin apenas acción, en las que se oyen sonidos de
la naturaleza y la vida cotidiana.
Poco
más allá, los setos aún incipientes permiten ver una casita de campo en cuyo
porche, a la luz vaporosa de unas bombillas de sodio, se reúnen en familia tres generaciones. Me acuerdo, al ver ese halo amarillo,
destacando ya en la casi oscuridad, del poema de Iribarren que abre Las luces interiores. La temperatura es
ideal y, entre esta sencillez, me pilla desprevenido, mientras la gravilla resuena con la percusión de
mis pasos, una súbita sensación de bienestar, una emocionada gratitud.
Es
el mundo, me digo glosando aquel poema, y aunque ahora, aquí, en este
momento y en esta piel, parezca así de bello, también puede resultar un lugar horroroso.
Sigo mi camino solitario de vuelta a casa. Lo anterior no me fastidia el momento lo más mínimo.
Unas rabiosas ganas de vivir me asaltan de pronto.
© Jesús Artacho, 2015.
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