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08 abril 2017

La lluvia amarilla



La lluvia amarilla (1988) es la novela más descaradamente poética que recuerdo haber leído en mucho tiempo. Los párrafos de los que se compone este monólogo, articulado por el último habitante de un pueblo oscense a punto de desaparecer, parecieran más bien estrofas. Aparte del lirismo en el tono y en el clima, encontramos multitud de rimas y la novela avanza a menudo a golpe de endecasílabo, a poco que rebusquemos entre la hojarasca. Tomemos un ejemplo:

"Sobresaltado, desvié la mirada hacia la lumbre. Los troncos crepitaban doloridos y, a su lado, la perra dormitaba mansamente, ajena por completo a mi mirada." (Las cursivas y negritas, que son mías, pretenden destacar los cuatro perfectos endecasílabos  -tres heroicos puros y un melódico puro, si nos ponemos técnicos- en apenas dos líneas).

El ritmo, tan afinado, así como las rimas internas en las frases (en su mayor parte asonantes), pueden llegar a mecer al lector con su música. No en vano, Julio Llamazares había publicado antes de esta novela un par de libros de poemas. En La lluvia amarilla se percibe, desde luego, un escritor con el oído muy hecho a la poesía.

El tema de lo que se ha dado en llamar "la españa vacía" ha tomado últimamente cierto relieve, a raíz, imagino que principalmente, del ensayo homónimo de Sergio del Molino publicado por la editorial Turner. El propio Llamazares, como advierte la solapa, nació en el pueblo leonés de Vegamián, ahora desaparecido a causa de la construcción de un embalse, y se ocupó de la cuestión hace pocas semanas, sensible al tema, en un artículo en Babelia. El programa de Jordi Évole también dedicó hace poco al asunto de la despoblación rural uno de sus capítulos. A este respecto, mencionaremos asimismo la magnífica película documental de Mercedes Álvarez, El cielo gira.

Por situar argumentalmente la novela, La lluvia amarilla, como decíamos, consiste en el soliloquio del último habitante de Ainielle, un pueblo del pirineo aragonés, que rememora vivencias e historias inmerso en un paisaje solitario, abandonado, en el que se aprecia la herrumbre, los desconchones, testeros derruidos y cimientos a la vista de antiguas casas donde han crecido la hiedra y las ortigas. El peso del pasado, de lo que se recuerda con mayor o menor añoranza, se impone en una novela de corte melancólico y ritmo pausado que evidencia el apego a la tierra. El título, por cierto, alude al otoñal caer de las hojas de los árboles, chopos como los que aparecen en el cuadro de Monet de la portada.

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