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03 agosto 2017

Venían calle abajo



Venían calle abajo. Comerciales jóvenes, voceros de las eléctricas. Trajeados y afeitados, engominados y maquiavélicos, con esa aureola de triunfadores y liantes abonada por tantas historias de persuadidos que, justo después de rubricar, comienzan a sentirse engañados.

Desde el bar semidesierto vi acercarse a la dupla. No imaginé que pudieran atracar allí, pero se sentaron en una de las mesas vacías de la puerta. Individuos de apariencia peligrosa, di en pensar, pero luego intenté corregir mi desconfianza, a buen seguro prejuiciosa.

Debían de ser temporeros, pensé, avezados universitarios recién egresados, grumetes contratados para alguna campaña estacional. Sin mayores esfuerzos los atisbaba a través de la ventana medio abierta. Extraían documentos de sus carpetas, señalaban cifras en fotocopias de facturas encabezadas por el logotipo de alguna empresa del IBEX 35, comentaban algo para luego volver a archivarlas. Quizá acababan a aquella hora la jornada y, sentados ante unas cervezas y en aparente soledad, se aflojaron un poco la corbata... y la lengua.

Retazos de conversación franqueaban de cuando en cuando la ventana de reja. Se quejaban los emisarios del oligopolio energético de que no era corriente lo de cierta señora: “X es tonta: no quiere cambiarse, le gusta pagar más”. Se advertía en el tono algo de saña y bastante desprecio, modales atribuidos -por lo general- a ocupantes de otras vestiduras. No cabe duda, por otra parte, de que esa capacidad suya, tan palpable, de saber apartar a un lado la decencia, tan improductiva, para ascender sin reparo, habrá de serles de mucha utilidad y beneficio en esta vida. Pero esta última línea apestará a muchos a insoportable moralina. Con todo, a pesar del evidente sarpullido que a uno le levantaron -no lo oculto-, tampoco dudo de que llegarán lejos en este mundo, y quizá un golpe de dedo les baste, en el futuro, para aniquilar a este escriba bala perdida y con pocos contactos.

El pasmo de uno borboteó cuando, al cabo, en el momento de pagar, me pareció escuchar que los señores trajeados discutían el precio con el tabernero. Por si el choque de Weltanschaaung no era ya suficientemente poderoso, aquello me acabó de revolver el estómago. No sabía si sonrojarme, de puro bochorno, o qué otra salida acometer. Imposible resultó captar los pormenores del regateo, pero al cabo entró furioso el tabernero, tensando la musculatura hasta en las pestañas:

-Precio de guiri, dicen que les he puesto -dijo, y sonreía crispado, con los ojos a punto de salírsele de las órbitas.

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