La abadía de Northanger, primera novela escrita por Jane Austen, se terminó de escribir en 1803. No vio la luz hasta 1818, un año después de morir su autora. Podríamos, por una vez, rememorar el modus operandi de José Luis Garci en Qué grande es el cine y dar algunos datos sobre ese año: 1818. En España reinaba el monarca absoluto Fernando VII. Se publicó ese año Frankenstein de Mary Shelley. Chile se independizó de España. El 24 de diciembre, en la actual Austria, se interpretó por primera vez el villancico Noche de Paz, durante la misa de Navidad, dirigido por sus autores Franz Xaver Gruber y Joseph Mor. En Madrid se funda el Museo del Prado. En 1818 nacieron Karl Marx y Emily Brontë, autora de Cumbres borrascosas. También ese año se publicó otra novela de Jane Austen, Persuasión. La autora inglesa había publicado en vida cuatro: Sentido y sensibilidad (también traducida como Juicio y sentimiento, o Sensatez y sentimientos), Orgullo y prejuicio, Mansfield Park y Emma.
La abadía de Northanger se antoja una novela correctamente redactada pero narrativamente deficiente, desprovista de tensión narrativa, de sorpresas, de chicha. Trata pocos temas de interés y las pasiones tampoco destacan por su intensidad concentrada en momentos climáticos. Hay cierta frivolidad en el ambmiente, conversaciones sobre vestidos, peinados, bailes, ocio, parejas... Hace un par de años, a propósito del centenario de George Eliot, la autora de Middlemarch, causó cierta polémica un artículo donde se afirmaba que Jane Austen era para marujas.
Catherine Morland, la protagonista, es calificada por la narradora de heroína. Imaginamos que en el sentido de sinónimo de personaje principal, porque desde luego le desconocemos cualquier tipo de hazaña. Acaso sea una heroína que, como la Vetusta de Clarín, duerma la siesta. Pensamos en heroicidades y seguramente Mariana Pineda las alcanzó ("hizo cosas", que diría Rajoy) pero a Catherine Morland no la vemos hecha de esa pasta. Catherine, eso sí, es lectora, una adolescente que no quiere estudiar pero lee a Shakespeare, la Biblia, novelas góticas y muchos otros libros (difícil que eso suceda hoy con alguien de su edad sin interés por los estudios).
En la segunda mitad de la obra, Catherine es invitada a vivir en una abadía, lugar que ella asocia a un sinfín de misterios y secretos fruto de la lectura de novelas góticas que tan famosas eran entonces. Se produce entonces una pequeña parodia o sátira. Catherine tiene la imaginación intoxicada por ideas novelescas de esos lugares que han sido escenarios de libros que ha leído y que no necesariamente se corresponden con la realidad. Parece haber cierto vicio quijotesco en esto, que da lugar algún momento cómico: "Parecía que todo ello fuese producto del influjo de aquella clase de lecturas a las que se había aficionado", leemos. Se refieren más de una vez a Los misterios de Udolfo, una de las novelas de Ann Radcliffe, representante de este tipo de narrativa.
Más de una vez se nos da cuenta, también, de la mala prensa de que gozaba la lectura de novelas en la época. La narradora viene a decir que no quiere alimentar la mala fama de las novelas, engordada a veces por los propios novelistas. Austen las defiende. Ha de ser ese mantra, que más de uno hemos escuchado, de que en el XIX carecían de prestigio y se consideraban propias de señoritas ociosas ("Los hombres leen libros mejores", dice Catherine). Dos siglos después, y pese a que se ha anunciado la muerte de la novela cientos de veces, el género parece gozar de buena salud y siguen leyéndose mucho. No obstante, no faltan algunas afirmaciones en su contra, como la de Josep Pla cuando dijo aquello de: "Considero que un hombre que después de los 40 años aún lee novelas es un puro cretino".
En cuanto a la situación de la mujer en la época, se menciona a Samuel Richardson, el autor de Pamela, según el cual la iniciativa en el amor siempre debía corresponder al hombre. La dama no podía ilusionarse ni soñar nada antes que el varón mostrara su interés. Parece que Jane Austen transgrede un poco esto y sí le permite a su protagonista albergar ciertos sentimientos antes de que el hombre exprese su interés. Dos siglos después, ya se sabe, en este sentido las cosas han cambiado mucho.
El final -no es spoiler- ya lo conocíamos por los memes, porque si una tragedia griega acaba siempre con muertos, una novela de Jane Austen también sabemos de antemano que terminará en el altar.
Me ha dejado escaso poso, creo que la empecé a olvidar antes incluso de terminar la lectura.
A veces uno no sabe, tras leer este tipo de clásicos, si merece la pena dedicar una entrada en el blog, porque qué decir que no se haya dicho ya. Había leído la Odisea en el verano de 2001, un libro seguramente más ameno y atractivo por el sinfín de aventuras en las que Odiseo se ve envuelto, las criaturas mitológicas con las que se cruza, etcétera. La Ilíada, como sabemos, es de temática principalmente bélica. Narra las vicisitudes de la Guerra de Troya, pero no en su conjunto, sólo en lo que respecta a la etapa de la cólera de Aquiles, durante el décimo año de la guerra. Así lo vemos en la frase primera del libro, que durante siglos servía para identificar la obra como actualmente lo hace el título:
"La cólera canta, oh Diosa, del Pelida Aquiles, maldita, que causó a los aqueos incontables dolores..."
Los griegos nunca son llamados así, sino aqueos o argivos, o dánaos y, en ocasiones, panhelenos. Según cuenta Irene Vallejo en El infinito en un junco, este libro lo llevaba Alejandro Magno consigo en sus conquistas, y lo ponía bajo la almohada allí donde dormía. Por aquella época (siglo IV a. C.) el formato de los libros era el rollo de papiro, y lo habitual (incluso en las bibliotecas, que hoy asociamos al silencio) la lectura en voz alta. Los griegos al escribir, por cierto, no dejaban espacio entre las palabras. Sí reconocieron ya la figura del autor, a diferencia de los egipcios, donde predominaba el anonimato. Zenódoto de Éfeso, primer bibliotecario de Alejandría, fue también el primer editor crítico de Homero. El autor de la Ilíada -parece que era ciego- vivió en el siglo VIII a. C. y la lejanía en el tiempo crea algunas sombras sobre su figura. El componente oral era predominante en la literatura de la época, y parece que la Ilíada era recitada por los rapsodas de entonces, los aedos (Homero era uno de ellos), que debían poseer una memoria de elefante para declamar poemas épicos tan extensos, aunque la obra se dividiera en varias sesiones. Ayudaban a la memorización recursos como los epítetos épicos o las fórmulas, presentes también en otras epopeyas occidentales como el Poema de Mio Cid. Otro recurso habitual es la comparación. Los símiles a veces se alargan durante varios versos: "Como cuando dos torrenciales ríos se despeñan montes abajo y en la confluencia de dos valles juntan sus crecidos caudales procedentes de altos manantiales dentro de un cóncavo barranco y a lo lejos el pastor escucha su ruido en los montes, así eran los alaridos..."
Muy citada había visto la frase de Homero "como las generaciones de las hojas, así las de los hombres", para reflejar el ciclo de la vida, que he visto que procede de la Ilíada, cuando en el canto IV (la obra se compone de un total de 24) un personaje dice:
"¿Por qué me preguntas mi linaje? Como el linaje de las hojas, tal es también el de los hombres. De las hojas, unas tira a tierra el viento, y otras el bosque hace brotar cuando florece, al llegar la sazón de la primavera. Así el linaje de los hombres, uno brota y otro se desvanece."
La batalla a veces la permean imágenes poéticas, y otras la narración se recrudece con detalles de gore y casquería, algo morbosos: cabezas cercenadas que ruedan como una pelota, dientes que saltan, encéfalos que afloran, lanzas que los guerreros envasan en la espalda del enemigo, derramamiento de vísceras. A veces se crea suspense retrasando la lucha, creando expectación en el lector, con recursos de la actual novela negra. Se produce un inevitable choque estético al comenzar la lectura (el lector de 2021 siente la barrera de los siglos -y aun de los milenios-, que puede dar cierta pereza). Pero a las pocas páginas he conseguido entrar en la propuesta y disfrutar de esta epopeya, curioso por ver cómo estaba hecho ese clásico de la Grecia Antigua que en tan alto lugar del canon reposa, y ante el que parece no caber otra reacción por parte del lector contemporáneo que no sea la del aplauso genuflexo.
"No será por la espalda y huyendo como me clavarás la pica; ¡en el pecho, según vaya furioso en derechura, húndemela!", exclama uno de los guerreros (las puñaladas por la espalda, comprobamos, ya tenían mala prensa hace milenios). No deja de ser curioso que, durante siglos, los hechos de la Guerra de Troya se consideraran pura ficción, hasta que de forma tardía, avanzado ya el siglo XIX, el arqueólogo Schliemann descubriera restos de la antigua Troya. En un momento dado, Aquiles piensa en su posteridad, en que prefiere morir con honor en batalla y ganar la gloria a sobrevivir sin ella. Siglos después, Montaigne escribiría, en la misma línea, en sus Ensayos: "¿Quién no entregará gustoso salud, reposo y vida, a cambio de fama y gloria...?"
Algunas curiosidades: Melibea, nombre de la enamorada de la Celestina de Fernando de Rojas, aparece en esta obra como topónimo. La palabra "estentóreo", descubro, procede de un personaje de
este libro, Esténtor, que tenía una potencia de voz apabullante, voz
"estentórea". A veces en el texto leemos cosas como "los dioses y las diosas", "los troyanos y las troyanas". Cabe preguntarse si son producto de la traducción o si estaban en el original estas expresiones que hoy asociamos al lenguaje inclusivo.
En ocasiones, las notas de la edición de Gredos (con traducción de Emilio Crespo) hablan de
contradicciones en el texto de esta obra que ha sobrevivido a siglos, a
milenios. Pero si la Victoria de Samotracia o la Venus de Milo se
consideran admirables estando mutiladas, a la Ilíada no cabe negarle
esa consideración estando, según parece, completa.