El castillo pasa por ser, junto a El proceso, uno de los libros fundamentales para todo aquel que quiera entender en qué consiste lo kafkiano. Kafka comenzó a escribir esta obra en 1922, pero la tuberculosis no le dejó terminarla. Contradiciendo los deseos del autor, que como sabéis pidió que se destruyese toda su obra no publicada en vida, su amigo Max Brod publicó El castillo en 1926.
La historia que cuenta es la de K., a quien contratan como agrimensor en una misteriosa aldea dominada por el castillo del título. Pronto se enterará de que allí no precisaban de los servicios de ningún agrimensor, y ese será el comienzo de una trama pesadillesca, absurda y laberíntica. Los esfuerzos del protagonista por llegar hasta el castillo caen en saco roto, así como su intento de hablar con autoridad alguna.
La situación de K. es de soledad, que se va agudizando conforme avanza la historia. Varias veces le recuerdan su condición de forastero: “no es usted del castillo, no es usted de la aldea, no es usted nada”, le dicen. En otro momento se comenta que es una carga que llevarán siempre a cuestas. K. no es nadie, una inicial seguida de un punto, ni siquiera un nombre completo.
En el libro se refieren a la ley del castillo, un reglamento implacable al que a menudo se alude (como en La ciudad de Mario Levrero), pero cuyas autoridades son “invisibles y remotas”, pues en la aldea desconocen no ya los entresijos de esa administración, sino su mismo funcionamiento, del que sólo han oído rumores.
Kafka teje una historia extraña, inquietante, frustrante, con ciertas dosis de absurdo (sobre todo al comienzo) y llena de laberintos burocráticos. Parece como si una decisión desacertada proveniente del castillo pudiese cambiar el destino de un hombre. Al final, la sensación que queda es la desesperación ante una administración inaccesible.
El libro tiene en mi opinión un punto negativo, que son las últimas páginas. Decíamos que esta obra la dejó Kafka inconclusa. Quizá sea esa una explicación, porque el libro no tiene un final definido, al contrario que El proceso.
“Puede entrar en una oficina, pero esa oficina ni siquiera parece ser una oficina, sino más bien un vestíbulo de las oficinas; y quizá ni siquiera sea tanto; quizá no sea más que un cuarto destinado a retener a todos aquellos que no deberán entrar en las verdaderas oficinas. Barnabás conversa con Klamm, ¿pero será Klamm ese hombre con quien él conversa? ¿No será más bien alguien que se parece ligeramente a Klamm? Acaso, cuando mucho, un secretario que un poco se parece a Klamm, y se esfuerza por llegar a parecérsele más aún para darse luego importancia…”
“Ciertamente, él no era nada, lástima daba contemplar su situación. Era agrimensor, lo cual acaso fuese algo; había aprendido, pues, alguna cosa; mas si uno no sabe para qué ha de servirle, tampoco esta cosa de nada le vale.”
La historia que cuenta es la de K., a quien contratan como agrimensor en una misteriosa aldea dominada por el castillo del título. Pronto se enterará de que allí no precisaban de los servicios de ningún agrimensor, y ese será el comienzo de una trama pesadillesca, absurda y laberíntica. Los esfuerzos del protagonista por llegar hasta el castillo caen en saco roto, así como su intento de hablar con autoridad alguna.
La situación de K. es de soledad, que se va agudizando conforme avanza la historia. Varias veces le recuerdan su condición de forastero: “no es usted del castillo, no es usted de la aldea, no es usted nada”, le dicen. En otro momento se comenta que es una carga que llevarán siempre a cuestas. K. no es nadie, una inicial seguida de un punto, ni siquiera un nombre completo.
En el libro se refieren a la ley del castillo, un reglamento implacable al que a menudo se alude (como en La ciudad de Mario Levrero), pero cuyas autoridades son “invisibles y remotas”, pues en la aldea desconocen no ya los entresijos de esa administración, sino su mismo funcionamiento, del que sólo han oído rumores.
Kafka teje una historia extraña, inquietante, frustrante, con ciertas dosis de absurdo (sobre todo al comienzo) y llena de laberintos burocráticos. Parece como si una decisión desacertada proveniente del castillo pudiese cambiar el destino de un hombre. Al final, la sensación que queda es la desesperación ante una administración inaccesible.
El libro tiene en mi opinión un punto negativo, que son las últimas páginas. Decíamos que esta obra la dejó Kafka inconclusa. Quizá sea esa una explicación, porque el libro no tiene un final definido, al contrario que El proceso.
“Puede entrar en una oficina, pero esa oficina ni siquiera parece ser una oficina, sino más bien un vestíbulo de las oficinas; y quizá ni siquiera sea tanto; quizá no sea más que un cuarto destinado a retener a todos aquellos que no deberán entrar en las verdaderas oficinas. Barnabás conversa con Klamm, ¿pero será Klamm ese hombre con quien él conversa? ¿No será más bien alguien que se parece ligeramente a Klamm? Acaso, cuando mucho, un secretario que un poco se parece a Klamm, y se esfuerza por llegar a parecérsele más aún para darse luego importancia…”
“Ciertamente, él no era nada, lástima daba contemplar su situación. Era agrimensor, lo cual acaso fuese algo; había aprendido, pues, alguna cosa; mas si uno no sabe para qué ha de servirle, tampoco esta cosa de nada le vale.”