Ilustración obra de Jeff Stahl
A
veces uno piensa que la niñez es la edad más cruel. Quién no se ha
detenido a observar la habilidad portentosa de los niños para
cebarse con el más mínimo defecto ajeno, para humillar al distinto.
Qué errada se antoja esa mirada complaciente que los pinta como
seres puros incapaces de mentir: el
ducho en el arte de la trola, me
parece,
lo es desde los dientes de leche. “La verdadera patria del hombre
es la infancia”, dejó dicho Rilke, al que durante varios años su
madre obligó a vestirse como una niña y que no tuvo una muy feliz.
Tiene mérito, por tanto, que el escritor austrohúngaro afirmara
tal cosa. Esta edad de la vida no sé qué tiene que nos engatusa a
todos y consigue que la idealicemos como una época dorada, un
paraíso perdido al que luego
intentaremos
en vano regresar. Miguel d’Ors parece consciente por momentos de
este lugar común y, en algún poema, reconoce a propósito de la
niñez: “mis versos la añoran bastante
más
que yo”. Es tal el consenso que, a poco que uno se descuide, acaba
poniendo en un altar, nimbada
de nostalgias,
esta etapa inaugural de la existencia. Quizá discurriera de la misma
forma Tom Robbins cuando sentenció: “Nunca es demasiado tarde para
tener una infancia feliz”. Y es que “también la verdad se
inventa”, como escribió Machado. Nos engañamos a nosotros mismos,
y en ocasiones de una manera irreversible. Por fortuna, uno
se
bajó
del burro hace un tiempo, pues si bien no llego al extremo de Agustín
de Hipona (que escribió, al parecer muy marcado por los sufrimientos
en el colegio, que prefería la muerte si tuviera que decidirse entre
ella y regresar a la infancia), ando lejos de considerarla como la
mejor etapa de mi vida. No conservo gran nostalgia. El desconocimiento del mundo es tal en esos
primeros años que no nos libramos de ser individuos sumamente
dependientes, con horizontes muy limitados. Quizá sea entonces, también, cuando uno más daño fue capaz de hacer (por no hablar del recibido) sin quererlo, por mera inercia inconsciente. Y
sí, acaso sea cierto que no hay veranos tan largos como los de la
infancia, pero prefiero,
con mucho, la madurez actual, la serenidad de los treinta, a esos
años primerizos, titubeantes, confusos.
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