Como Estupor y temblores, este es otro libro de autoficción de la belga Amélie Nothomb. Tras haber abandonado el país a los cinco, Amélie vuelve a Japón a los veintiuno, y decide que lo mejor para aprender japonés será dar clases de francés, así que pone un anuncio en el supermercado. La relación con su alumno, un año menor que ella, pronto acaba en el terreno amoroso. El libro se centra en los pormenores de esta relación, que transcurre sin apenas problemas. De paso se nos muestra el contraste entre la vida nipona y la occidental. La novela está plagada de referencias a la cultura y costumbres japonesas, que son en mi opinión las que hacen interesante el libro, más que la relación entre Rinri y Amélie.
Así, con una prosa clara, ágil y concisa, la belga nos cuenta un viaje a Hiroshima, la obligatoria ascensión al monte Fuji, que adquiere tintes espirituales, o retrata a los japoneses, como por otra parte es lógico, como gente honesta, que admira cuadros que a ella le parecen “hermosos e incomprensibles” o que llega a las siete si son citados a las siete y cuarto, al contrario del tópico español, según el cual sales de casa a las nueve menos cuarto porque has quedado a las ocho y media. También comenta la costumbre, aquí impensable, de dejar la cartera en la butaca del cine mientras uno va al baño. Ni que decir tiene que a la vuelta no falta una sola moneda.
Una novela entretenida, corta y de digestión rápida, escrita desde una fina ironía no exenta de ternura. La belga consigue crear cierta complicidad con el lector.
Así, con una prosa clara, ágil y concisa, la belga nos cuenta un viaje a Hiroshima, la obligatoria ascensión al monte Fuji, que adquiere tintes espirituales, o retrata a los japoneses, como por otra parte es lógico, como gente honesta, que admira cuadros que a ella le parecen “hermosos e incomprensibles” o que llega a las siete si son citados a las siete y cuarto, al contrario del tópico español, según el cual sales de casa a las nueve menos cuarto porque has quedado a las ocho y media. También comenta la costumbre, aquí impensable, de dejar la cartera en la butaca del cine mientras uno va al baño. Ni que decir tiene que a la vuelta no falta una sola moneda.
Una novela entretenida, corta y de digestión rápida, escrita desde una fina ironía no exenta de ternura. La belga consigue crear cierta complicidad con el lector.