(*Palabras escritas para ser leídas durante los actos conmemorativos del Día del Libro en la Biblioteca Pública Municipal de Cuevas Bajas, edificio de nueva construcción que abrió sus puertas unos meses atrás).
Nunca en la Historia ha leído
tanta gente como en la actualidad. Aunque el pesimismo se enquista
con fuerza en nuestro organismo (y no faltan los motivos), si
repasamos las tasas de alfabetización a lo largo de los siglos acaso
podríamos llegar a esta conclusión algo esperanzadora. Tampoco ha
existido, por mera estadística, tanta gente capacitada para escribir
buenos libros. Y sin embargo, aunque casi todos gozamos de la
capacidad lectora, nunca será suficiente el trabajo que dediquemos a
fomentarla en un mundo en que otros estímulos (a corto plazo más
satisfactorios y adictivos) nos llevan a relegarla en favor de
segundas o terceras actividades de ocio. El argumento más socorrido
para justificar que no se lee, según el último Barómetro de
Hábitos de Lectura, sigue siendo la falta de tiempo. Y digo
justificar porque lo de no tener tiempo siempre ha
sonado a excusa de considerables proporciones, y a menudo comprobamos
(como recuerda David Pérez Vega) que mucha gente que afirma
no disponer de tiempo para leer libros sí lo tiene en cambio para
ver series durante horas en alguna plataforma o
mirar varias horas al día la pantalla de su teléfono móvil. Será
que nos resulta más complaciente dar esa respuesta antes de
reconocer que, en nuestro tiempo libre, tenemos otras prioridades que
anteponemos.
La
lectura se antoja aún más crucial en los tiempos actuales de
polarización y desinformación, en tanto que la cultura, y la
formación de cierto espíritu crítico, nos debería ayudar a
vacunarnos (en este mundo cada vez más dividido y “propicio al
odio”, como lamentaba el poeta Ángel González),
contra discursos demagógicos y llevarnos a contrastar una noticia
antes de divulgar informaciones de dudosa veracidad, o de una
clarísima falsedad (y es que, como avisan los expertos, las patrañas
corren por internet a una velocidad mucho más rápida que la
verdad).
La
lectura, en la infancia y adolescencia, ayuda a aplanar la montaña
de los exámenes en la vida académica. Según ciertos estudios, los
niños que tienen la costumbre de leer en casa (con sus padres al
principio, y luego en solitario) llegan a acumular, pasados unos
años, hasta un curso de ventaja con el resto. Nos recuerda Irene
Vallejo que los neurólogos “están descubriendo que [leer] se
cuenta entre los mejores ejercicios posibles para mantener ágil el
cerebro” y que “el psicólogo Raymond Marr y su equipo de
la Universidad de Toronto probaron en 2006 que las personas que leen
son más empáticas que las no lectoras, especialmente quienes
frecuentan obras literarias”. Pero, con todos los beneficios que
nos reporta la lectura, tampoco debemos caer en el triunfalismo
facilón según el cual “leer nos hace mejores personas” (son
conocidas las veleidades artísticas de Hitler, y la
propensión lectora de Stalin: se puede leer mucho y ser un
mal bicho), pero seguramente sí que nos hace más libres, tal vez
más inmunes a ser engañados, como afirmaba el poeta Luis García
Montero. Los libros nos acompañan, nos fortalecen y, en momentos
críticos de la vida (como el caso del joven Mario Vargas Llosa,
internado por su padre en un
colegio militar) pueden ofrecernos una esperanza tangible y muy
poderosa a la que aferrarnos.
Hace
unos días volvió a aparecer en los medios la noticia del librero de
segunda mano de Rabat que pasa leyendo, desde hace cuatro décadas,
todos los ratos perdidos que le deja su trabajo, momento en que suele
ser blanco de los flashes de los viandantes, que encuentran la
estampa del hombre leyendo junto a esos cientos (quizá miles) de
libros de viejo, una escena muy pintoresca y digna de fotografiar.
Tan ajenas a los focos como ese librero, en múltiples bibliotecas
rurales, como la de Cuevas Bajas, también se da ejemplo y se libra
la batalla del fomento de la lectura, con la atención diaria y el
desarrollo de actividades como los clubes de lectura, que suponen un
importante agente socializador para tejer lazos en nuestras pequeñas
comunidades. “El mundo se derrumba y mi pueblo construye una
biblioteca”, he afirmado en alguna ocasión, parafraseando lo que
dijo Ingrid Bergman a Humphrey Bogart en la película
Casablanca(“El
mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos”).
Y constituye un motivo de no poca alegría comprobar que el impulso
que dieron personas como María Moliner hace casi un siglo
para dotar de bibliotecas públicas a los pueblos pequeños de España
sigue teniendo continuidad. Larga vida a los libros. Larga vida a las
bibliotecas.