11 septiembre 2021

La niñez es la edad más cruel

 
Ilustración obra de Jeff Stahl

A veces uno piensa que la niñez es la edad más cruel. Quién no se ha detenido a observar la habilidad portentosa de los niños para cebarse con el más mínimo defecto ajeno, para humillar al distinto. Qué errada se antoja esa mirada complaciente que los pinta como seres puros incapaces de mentir: el ducho en el arte de la trola, me parece, lo es desde los dientes de leche. “La verdadera patria del hombre es la infancia”, dejó dicho Rilke, al que durante varios años su madre obligó a vestirse como una niña y que no tuvo una muy feliz. Tiene mérito, por tanto, que el escritor austrohúngaro afirmara tal cosa. Esta edad de la vida no sé qué tiene que nos engatusa a todos y consigue que la idealicemos como una época dorada, un paraíso perdido al que luego intentaremos en vano regresar. Miguel d’Ors parece consciente por momentos de este lugar común y, en algún poema, reconoce a propósito de la niñez: “mis versos la añoran bastante más que yo”. Es tal el consenso que, a poco que uno se descuide, acaba poniendo en un altar, nimbada de nostalgias, esta etapa inaugural de la existencia. Quizá discurriera de la misma forma Tom Robbins cuando sentenció: “Nunca es demasiado tarde para tener una infancia feliz”. Y es que “también la verdad se inventa”, como escribió Machado. Nos engañamos a nosotros mismos, y en ocasiones de una manera irreversible. Por fortuna, uno se bajó del burro hace un tiempo, pues si bien no llego al extremo de Agustín de Hipona (que escribió, al parecer muy marcado por los sufrimientos en el colegio, que prefería la muerte si tuviera que decidirse entre ella y regresar a la infancia), ando lejos de considerarla como la mejor etapa de mi vida. No conservo gran nostalgia. El desconocimiento del mundo es tal en esos primeros años que no nos libramos de ser individuos sumamente dependientes, con horizontes muy limitados. Quizá sea entonces, también, cuando uno más daño fue capaz de hacer (por no hablar del recibido) sin quererlo, por mera inercia inconsciente. Y sí, acaso sea cierto que no hay veranos tan largos como los de la infancia, pero prefiero, con mucho, la madurez actual, la serenidad de los treinta, a esos años primerizos, titubeantes, confusos.