No en todas las ocasiones sucede, pero el
momento en que uno vuelve a pisar la calle tras abandonar una sala de
cine suele funcionar como una experiencia espiritual de primer orden.
Y si ha anochecido en el ínterin, mientras veíamos la película,
mucho más. La sensibilidad se aviva, el cerebro chispea pleno de
conexiones neuronales, y a las calles se diría que les acaban de dar
un par de manos de pintura, pues ahora irradian intensidad a
discreción.
El
yo
que sale del cine pocas veces coincide con el que entró hora y media
o dos horas antes. A veces, como si la oscuridad de la sala tuviera
efectos reparadores, notamos al reincorporarnos al hormigueo urbano
que andamos un poco menos descacharrados, como si nos hubieran
entablillado las entrañas, reajustado piezas sueltas, apretado
clavijas, limpiado bujías. Tal vez los griegos antiguos acertaron ya
a describir todo esto con una sola palabra: catarsis. Tal vez se
trate de algo ligeramente diferente, de una de las vertientes de lo
sublime.
Los cinéfilos sensibles, conscientes de todo esto, recordaremos
siempre esos momentos tan especiales de la salida, cuando caminamos
al borde de una revelación intuida pero que casi nunca acaece.
Comentaremos con otros cinéfilos, en conversaciones de barra de bar,
en mitad de un viaje por carretera o compartiendo colchón con la
persona que amamos, la naturaleza vaporosa y mágica de esos
instantes de reingreso a la realidad tras el paréntesis fílmico,
pues al rato ese efecto narcótico que con fortuna nos ha invadido
parece desvanecerse.
La
experiencia, ese subidón tras el chute de celuloide, alcanza cotas
orgiásticas cuando la película maravilla, marca un hito, consigue
trastocar nuestra visión del mundo. En esos casos, nunca será uno
ya, jamás, idéntico a quien entró dos horas antes, nos han
actualizado el software, o incluso el sistema operativo.