Me sorprende haber tardado diez
años en repetir con Coetzee después de Desgracia
(1999), una de sus dos novelas ganadoras del Booker, sobre todo teniendo en
cuenta que aquella novela me gustó. Pero así ha sido.
La novela con la que he vuelto al
Nobel sudafricano, La edad de hierro,
es anterior, de 1990. En ella encontramos a una madre, profesora universitaria
jubilada, que recibe la noticia de un cáncer y escribe desde Sudáfrica a su
hija, que se fue a vivir a Estados Unidos, para contarle sobre su vida o para
encontrarse a sí misma escribiéndole, tanto da.
“Esta carta no pretende desnudar mi corazón. Pretende desnudar algo,
pero no mi corazón.”
Encontramos desde el inicio a una
persona sola en una difícil situación personal en el contexto general de un
país en una situación turbulenta, la Sudáfrica del apartheid.
Desde el comienzo me sedujo el
estilo despojado, seco de Coetzee. A la protagonista se le asienta un vagabundo
en el callejón contiguo a su casa, y entre ellos se va estableciendo poco a
poco un vínculo. En la novela se observa ese miedo tan universal ante la irrupción
irracional de la violencia. Tiene el libro fragmentos de una intensidad
desgarradora. Me gustó más la primera mitad que la segunda. Algunos fragmentos:
“La televisión. ¿Por qué la veo? El desfile de políticos todas las
noches: solamente tengo que ver esas caras toscas e inexpresivas, tan
familiares desde la infancia, para sentir abatimiento y náuseas. Los matones de
la última fila de pupitres de la clase, chavales torpes y huesudos, ya crecidos
y ascendidos para gobernar la tierra”.
“Lo que me da miedo son las pandillas de merodeadores, los chavales de
modales hoscos, ávidos como tiburones, sobre los cuales ya empiezan a ceñirse
las primeras sombras de la cárcel. Niños que se burlan de la infancia, de la
época del asombro, del crecimiento del alma”.
“Intento mantener viva mi alma en una época que no es hospitalaria con
el alma.”
Espero que no vuelva a pasar una década hasta que lea
de nuevo a Coetzee.