29 marzo 2024

"La muerte de Iván Ilich", de Lev Tolstói

 


La muerte de Iván Ilich (1886) es uno de esos libros curiosos en este 2024 si tenemos en cuenta la hipersensibilidad social al spoiler. Desde la primera página (y más aún: desde el título) sabemos que Iván Ilich ha muerto. Ocurre algo similar, salvando las distancias, en Crónica de una muerte anunciada de Gabriel García Márquez. En la primera frase el de Aracataca esculpe en la mente del lector aquello de: "El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 para esperar el buque en que llegaba el obispo". Se avisa del desenlace desde el principio.

 

He empezado leyendo a Tolstói en las distancias cortas: a La tormenta de nieve (Acantilado) le sucedió La felicidad conyugal (de nuevo Acantilado) en mi historial de lecturas, antes de ponerme con este, en la bonita y cuidada edición ilustrada de Nórdica, con traducción de Víctor Gallego. A ninguno de los dos anteriores le había encontrado la genialidad que se espera del autor.

 

La muerte de Iván Ilich sí tiene, a juicio del que escribe, esa grandeza y dimensión universal en un tema tan central en la historia de la literatura como es la muerte. Durante la agonía del protagonista, leemos no sin espanto:

 

"Fue entonces cuando comenzó ese grito, que duró tres días seguidos sin interrupción, tan terrible que no era posible escucharlo a dos puertas de distancia sin quedar horrorizado."

 

Iván Ilich es un funcionario de Justicia, un miembro de la burguesía rusa del siglo XIX, aún bajo dominio zarista. Su vida se antoja gris, rutinaria, sigue los cánones de lo establecido. Al morir, sus compañeros de trabajo quedan retratados como representantes de ese funcionariado sin alma, egoísta e interesado, que atraviesa la geografía y las décadas hasta hoy día, pues leemos:

 

"Iván Ilich era colega de los señores allí reunidos, y todos lo tenían en alta estima. [....] Al enterarse de la muerte de Iván Ilich, el primer pensamiento de cada uno de los presentes fue calibrar en qué medida ese deceso podía favorecer su propio traslado o promoción o el de alguno de sus conocidos". También: "El deceso de un conocido cercano no suscitó en ninguno de ellos, como suele ser el caso, más que un sentimiento de alegría, pues había sido otro quien había pasado a mejor vida. "Es él quien ha muerto, no yo", pensaron o sintieron todos."

 

Tener que presentarse en el funeral les resulta una lata, y además les pilla lejos. Poco después, en el capítulo segundo de los doce en que se divide la novela, Tolstói sigue desplegando esa visión crítica sobre un sector del funcionariado más bien incompetente, trasladable a los carguitos, sinecuras o "chiringuitos" a políticos en la actualidad, en este caso al hablar del padre del protagonista:

 

"...había ido saltando de un ministerio y de un departamento a otro, la típica trayectoria de algunas personas de cierta condición, manifiestamente incapaces de desempeñar ninguna función importante, pero a quienes, en virtud de sus largos años de servicio y del grado que han alcanzado en el escalafón, no se les puede expulsar, y por tanto reciben cargos ficticios e inventados, aunque los rublos con los que se les remunera, de seis a diez mil, son bien reales y les permiten llegar a una edad provecta. A ese género de funcionarios pertenecía el consejero privado Iliá Yefímovich Golovín, inútil engranaje de diversas instituciones inútiles."

 


Poco antes de morir, el funcionario Iván Ilich, casado y con hijos, entra en crisis existencial y se pregunta si ha llevado la vida que debería, si acaso no ha sido todo un engaño. Es este un punto crucial del libro. Tal vez si nos conducimos siempre según las convenciones sociales alguna vez nos dé por pensar, parafraseando a Kundera, que la vida está en otra parte, que algo esencial se nos escapa. Salvando las distancias, en este poema de Miguel d'Ors, incluido en Hacia otra luz más pura (Renacimiento, 1999), el yo poético también estaba seguro de que la verdadera vida se la perdía mientras se ganaba la vida:


"y se me van los años y me meto

ya en los últimos versos del soneto

y me alejo de mí en veloz huida

y contemplando tanta nada junta

mi casi medio siglo se pregunta

dónde demonios estará la vida"


Por otra parte, la experiencia nos dice que cuando echamos la vista atrás en momentos de mucho dolor, como es el caso de Iván Ilich, aquejado de una larga enfermedad incurable, el pasado tiende a presentarse como un despropósito, un desastre, una equivocación. Sabemos también, a poco que seamos algo humildes, que nuestra muerte no alterará el orden del día. Nos iremos y seguirán los pájaros cantando, que decía el poeta de Moguer. Algunos críticos, y de ello se hace eco la contraportada de esta edición, relacionan esta novela con la crisis espiritual profunda que tuvo Tolstói en su medio siglo de vida. Cuando publica esta obra, el autor ya ha dado a la imprenta varias de sus grandes novelas, como Guerra y paz (1867-1869) y Anna Karénina (1878).

 

En cuanto a la estructura, ya decíamos que la obra se compone de doce capítulos. En el primero se habla de la muerte del protagonista y de su entierro, mientras que a partir del segundo se produce una analepsis y el narrador en tercera persona retrocede en el tiempo para contarnos la vida de Iván Ilich, hasta llegar a su agonía en el capítulo doce. Comienza este segundo capítulo, verdadero inicio temporal de la trama, con una frase de mayor impacto que la que abre el libro: "La vida de Iván Ilich no podía haber sido más sencilla, más corriente ni más terrible", calificativo este último que permite entrever una crítica social al modo de vida representado por Iván Ilich. La lógica textual de la obra invita al lector, una vez terminado el libro (y conocida su agonía, su epifanía, su final trascendente), a releer el primer capítulo con muchos más elementos de juicio.

 

He disfrutado la lectura. Aunque con dudas durante buena parte de ella, al terminarla uno acaba comprendiendo las razones para que esta novela corta de Tolstói (1828-1910) ocupe el lugar de privilegio que ocupa en el canon literario.


                                Tumba de Lev Tolstói en Yásnaia Poliana