Como en los cuentos infantiles, en esta reseña hay un camino largo y un camino corto. El corto consta solamente de dos palabras: obra maestra. El largo es el que sigue.
Vivir abajo (Candaya) se publicó en España en 2019. La primigenia es de 2018. He comprado la sexta edición, salida de imprenta en la primavera de este 2025. Vivir abajo consta de unas 665 páginas, pero desde muy pronto se instala en el lector la sensación de estar leyendo algo muy grande, a la altura de un maestro de la literatura. Su autor, el peruano Gustavo Faverón Patriau (Lima, 1966), acaso haya visto menguada la repercusión que su obra merece por el hecho de publicar en una editorial independiente y no en un gran grupo, con todo lo que ello implica. Faverón, que coeditó junto a Edmundo Paz Soldán el volumen Bolaño salvaje y ha sido doble finalista de la Bienal de Novela Mario Vargas Llosa, ni siquiera goza de entrada en la Wikipedia. La editorial Candaya le ha publicado también Minimosca (2024), otro mastodonte de más de setecientas páginas que me gustaría leer a no mucho tardar, y El anticuario (2014), una novela más breve, entre otros títulos ensayísticos.
Desde muy pronto, en la novela se hace muy perceptible la impronta de Roberto Bolaño. Pero no quisiera por nada del mundo calificar este libro de epigonal o sucedáneo de la obra del escritor chileno. En Vivir abajo observamos a un heredero de Bolaño a la altura del mejor Bolaño, que es una altura estratosférica. Una altura, además, que se sostiene durante muchas páginas. El universo del chileno, sus estilemas, así como los temas (incluso aparece Octavio Paz en no demasiado buenos términos), parecen aquí asimilados de forma cabal, interiorizados hasta el tuétano y replicados de forma magistral. La prosa de Faverón, trabajadísima, es un disparadero de imágenes apabullantes, con un fraseo de giros sorprendentes casi constantes con cierta dosis de delirio, asociaciones muy audaces y un alto grado de verdad que exuda todo el conjunto.
Vivir abajo resulta una lectura bastante perturbadora que se refiere a distintos horrores del siglo XX, tanto en Europa (el nazismo y la II Guerra Mundial) como en Latinoamérica (la dictadura paraguaya de Stroessner, la chilena de Pinochet, los nazis huidos de Europa, Sendero Luminoso) y que abarca distintas localizaciones (Paraguay, Perú, Argentina, Estados Unidos, Chile). No escasean los torturadores, los asesinos, las venganzas. Y asimismo la literatura está muy presente, hay psicópatas muy leídos que desmontan ese mantra biempensante de que leer nos hace mejores personas, y que recuerdan, por ejemplo, al Carlos Wieder de Estrella distante, un poeta sádico, y a la frase de George Steiner en sus Gramáticas de la creación: "...la educación se ha revelado incapaz de hacer que la sensibilidad y el conocimiento sean resistentes a la sinrazón asesina". En un momento dado, leemos que unos torturadores tienen la costumbre de poner música sacra a volumen alto mientras ejercen. Una alianza entre melomanía y mal que nos puede llevar al Álex de La naranja mecánica (el sádico admirador de Beethoven) o al Hannibal Lecter (Hannibal el caníbal) de Thomas Harris, de refinada cultura y afilado colmillo.
"Le pregunto de qué trata el libro y creo entender que me dice que es un libro acerca del origen del mal pero después me doy cuenta de que ha dicho que ese libro es el origen del mal" (Página 41).
Se aborda también la relación cine-violencia. El personaje principal, George Bennett, comete a lo largo de su vida varios crímenes y rueda varios documentales. Se alude a las películas snuff, que aparecían en la trama de Tesis de Alejandro Amenábar. Se mencionan obras emblemáticas del séptimo arte como Masacre. Ven y mira de Klimov o Fitzcarraldo de Werner Herzog (de esta última, rodada en Perú, se habla largo y tendido). La profesora de George (Laura Trujillo o Mrs. Richards) y su marido comienzan a recibir una serie de mecanoscritos de novelas, sin que sepan el motivo. Los argumentos son mayormente rocambolescos, con lo que Faverón ensaya con acierto ese procedimiento borgeano de hablar del contenido de libros que no existen. Estas novelas ("las novelas incesantes", las llaman ellos) superan el centenar y más adelante conoceremos el porqué de los envíos. George viaja por distintos países de América del Sur en una búsqueda parangonable acaso a la de la parte central de Los detectives salvajes. A su vez, este George es objeto de una investigación detectivesca por parte del narrador innominado del libro, un periodista que reconstruye desde el siglo XXI toda la historia, que se desarrolla más que nada en la segunda mitad del XX.
"...por Chuck Berry, que es mi guitarrista favorito, se muerde los labios, porque en sus canciones todo es guitarra pero no parece que hubiera una guitarra, lo que uno escucha es como el roce de un rayo de luz que toca la superficie de un planeta en un solo punto y, sin embargo, con ese solo roce, saca al planeta de su órbita y lo deja danzando en el éter, en el éter errante, errabundo, vagabundo: vagaroso en el éter va el planeta. Así suena la guitarra de Chuck Berry, como la luna entre los árboles, como una estrella fugaz, como una aurora boreal, como el aleteo de un arcángel" (Página 450).
"Una violación es un momento que dura para siempre, eso es un trauma, una prisión de la que no se escapa nunca, se repite y se repite en tu memoria para siempre, o más aún, la repites y la repites para siempre, porque eres tú, no es tu memoria, la memoria no es un artefacto ajeno, no es una cosa que anda por ahí, la memoria eres tú, está en tu mente y en tu cuerpo, no se va, te rodea como una partida de comanches, y tú en tu carromato solitario en la gran llanura americana, te rodea como todos los zombis de un cementerio, y tú en la casita embrujada con esas ventanas tan grandes que no tienes cómo tapiar, cómo enmaderar, tú eres la casita embrujada, pero tú también eres todos los zombis del cementerio y tú eres el cementerio" (Páginas 434-435).
Pese al supuesto delirio, se observa por detrás de todo la mente ordenada y pensante del autor, que hilvana las tramas y las dota de una estructura sólida que se prevé meditada desde un principio. Como curiosidad, Faverón utiliza -creo que en dos ocasiones- la palabra azulino, esa que Borges dijo en una entrevista, en un aserto cuestionable pero legendario, que no se podía escribir aunque estuviese en el diccionario. El peruano César Vallejo, en cambio, como rebelándose contra esta prescripción de estilo del genio argentino, escribió en uno de sus poemas: "...jugar a las cometas azulinas, azulantes".
Vivir abajo es una novela que refleja de forma descarnada, y con una prosa sin domesticar, el horror del mundo, como en ciertos óleos de Caravaggio, ¿un pintor del barroco tardío, del barroco temprano? (disculpe el no lector de Faverón este pequeño chiste privado al que sólo le verán gracia, si acaso, los lectores de la novela). Los sótanos, esos espacios subterráneos, se asocian a menudo a la violencia y al ejercicio del terror.
Vivir abajo resulta una propuesta genial y apabullante, abrumadora por momentos y atravesada de humor. Aunque se trata del primer libro que leo del autor, me cuesta pensar en un autor latinoamericano actual a la altura de Gustavo Faverón Patriau. Hasta ahora ha supuesto mi mejor lectura del año, y espero no tardar demasiado en acercarme a Minimosca, en la que según he oído aparecen varios personajes de esta novela anterior.
Lo dicho: obra maestra.