24 abril 2021

"El infinito en un junco", de Irene Vallejo

 


"Que se vacunen otros primero", decía la gente cuando la vacuna contra la COVID-19 aún no despertaba demasiada confianza. "Que se las lean otros primero", digo yo con la mayoría de las novedades editoriales, de modo que espero a que transcurra un tiempo antes de decidirme por un libro de moda, como lo es el que traigo hoy, El infinito en un junco, de Irene Vallejo (Zaragoza, 1979), publicado por Siruela en 2019 y que, a día de hoy, sigue en el top ten de los libros más vendidos en España.


El ensayo lleva por subtítulo "la invención de los libros en el mundo antiguo" y se estructura en dos partes: una centrada en Grecia y otra en Roma. En tono ameno y divulgativo (como el de Sapiens, el magnífico ensayo de Yuval Noah Harari) vamos conociendo, por ejemplo, los distintos materiales que han servido para escribir, desde las tablillas de arcilla mesopotámicas a las tablillas enceradas romanas, de los libros en rollos de papiro a los libros de páginas (que convivieron durante siglos), del surgimiento del pergamino, del papel de trapos al papel actual de celulosa. O el proyecto de la Biblioteca de Alejandría, el nacimiento del primer alfabeto o informaciones sobre distintos autores literarios del mundo grecolatino (Hesíodo, Heródoto, Homero, Ovidio, Marcial y un largo etcétera). Y todo ello permeado de referencias a literatos modernos, a películas, a noticias del mundo contemporáneo o a otras épocas históricas (los campos nazis y el gulag ruso, la esclavitud en Estados Unidos). La de Irene Vallejo, doctora en Filología Clásica, es una mirada apasionada y rigurosa que hace un repaso muy convincente por el mundo de la cultura grecolatina, con especial mención a la historia de le lectura y los libros.


He sentido, como lector, que El infinito en un junco, premio Nacional de Ensayo 2020, proporciona esa dualidad establecida por Horacio que tanto se menciona en la teoría literaria: prodesse et delectare, deleitar e instruir. Me parece una obra de recomendable lectura para opositores a auxiliar de biblioteca, archivos o museos. Sobre el futuro de ese objeto milenario que es el libro, siempre amenazado por las garras de lo digital, Vallejo afirma:


"Es mas probable que en siglo XXII haya monjas y libros que WhatsApp y tabletas".


Se trata de un ensayo que, como no deja de ser comprensible, no convence a todo el mundo. He leído críticas alegando que Irene Vallejo "tampoco es que sea George Steiner", pero la verdad es que uno, que no posee unas capacidades intelectuales tan elevadas, hasta agradece que la autora -sin perder el rigor- opte por el tono narrativo y accesible en lugar de por otro más sesudo y soporífero. Otros justifican el éxito de esta obra porque nos hace sentir bien, miembros de un club distinguido (véase la entrada de Hierbaroja), a raíz de la romantización que la autora hace de los libros y todo lo que los rodea. Uno ha sentido esa vena sentimental en distintos puntos de El infinito en un junco, pero se decanta por opinar que acaso sea simple reflejo de una sincera pasión de la autora por el libro, la cultura y las Humanidades, y por tanto algo elogiable más que vituperable. Aunque en algún momento me haya podido resultar excesivo, apenas se lo tengo en cuenta si lo pongo en la balanza con todo lo que el libro nos aporta y nos enriquece. Me gustaría conocer la opinión que tienen de la "nueva poesía", esa que tantos likes cosecha en las redes, los que dicen que este ensayo no está trabajado, o que ni siquiera es un ensayo. La diferencia se me antoja abismal: aquí sí hay un trabajo documentado detrás y unas lecturas, un fondo bibliográfico.


He leído este libro a lo largo de varias semanas. He subrayado multitud de fragmentos. Abrirlo al final del día a menudo ha supuesto acercarme a una hoguera de humanidad que me ha reconciliado con el mundo, pese a las cotidianas mezquindades. Me alegro de que un libro como éste goce de un éxito como el que está teniendo: Irene Vallejo se antoja una muy convincente divulgadora de la cultura clásica. Me sumo al club de aplaudidores del junco.


"En el fondo, lo que las comunidades humanas tienen en común es aquello que inevitablemente las enfrenta: la tendencia a creerse mejores".




17 abril 2021

"Mientras agonizo", de William Faulkner

 


Mientras agonizo, quinta novela de William Faulkner (1897-1962), fue publicada en 1930, un año después de El ruido y la furia y uno antes de Santuario. La he leído en la edición de Anagrama, en su colección Compactos, y concretamente la que conmemora el quincuagésimo aniversario de la editorial. La traducción es de Jesús Zulaika.


Se trata de una novela tremenda y genial que, eso sí, requiere un lector activo y entrenado que encaje las piezas del mosaico narrativo (aunque tampoco es para tanto). Está estructurada en fragmentos breves encabezados por el nombre del personaje desde cuyo punto de vista se nos cuenta la escena. Tenemos por tanto una multitud de voces, de narradores que construyen la historia (polifonía, multiperspectivismo), todo lo contrario al narrador único y omnisciente típico del siglo XIX. El tiempo tampoco es del todo lineal. Se trata de una forma fragmentada de acometer la narración -esta que emprende Faulkner- que se enclava en la renovación novelística del siglo XX, a la que contribuyeron también autores como Virginia Woolf, Kafka o James Joyce. Auténtico clásico, autor ineludible, el influjo de Faulkner en la novela posterior resulta apabullante, desde la América hispana (Juan Rulfo, Onetti, Vargas Llosa, Carlos Fuentes) hasta autores españoles como Luis Martín-Santos. La forma en que avanza la trama y salta en el tiempo también la han empleado, como no deja de ser lógico, algunos cineastas (pienso, por ejemplo, en el Alejandro González Iñárritu de Amores perros, 21 gramos o Babel).


La familia protagonista, los Bundren, está formada por la madre (Addie), a la que al principio encontramos en su lecho de muerte, el padre (Anse) y sus cinco hijos, cuatro varones (Cash, Darl, Jewel y Vardaman) y una mujer (Dewey Dell). Son agricultores y viven en el campo, en el sur de Estados Unidos, en el condado de Yoknapatawpha, territorio faulkneriano por excelencia que nos lleva a pensar en otras geografías míticas surgidas a posteriori como la Comala de Rulfo, el Macondo de García Márquez o la Santa María de Onetti. Se trata de la primera vez que aparece el nombre de Yoknapatawpha en la obra de este Premio Nobel de 1949. No quisiera destripar la trama, pero quizá no sea excesivo comentar que, una vez que la madre muere, la familia emprende un viaje con el fin de darle sepultura en la ciudad de Jefferson, donde ella quería ser enterrada junto a su familia.


Que los Bundren sean gentes de campo, a comienzos del siglo XX, cuando las comunicaciones eran muy inferiores a la actualidad y las distancias por lo tanto más grandes, resulta definitorio y marca una diferencia en ellos con respecto a la gente que vive en las ciudades. Ellos mismos son conscientes de este abismo. El campo se concibe como un sitio de pobreza y desgracia desde el que se mira a la urbe con sentimiento de inferioridad: "Somos gente de campo, no tan buena como la gente de ciudad", dice Dewey Dell, la hija, que cuenta diecisiete años. Y poco después, Vardaman:


"Yo no le dije a Dios que me hiciera en el campo. Si puede hacer un tren, ¿por qué no puede hacernos a todos en la ciudad, donde hay harina y azúcar y café?"


Nacer en el medio rural, pues, se percibe como un fatum trágico, un lugar desfavorecido, lleno de dificultades. El nombre de Vardaman, dicho sea de paso, me lleva a pensar en una novela de Unai Elorriaga, Vredaman. Me consta que el vasco es un admirador de Faulkner, pero ignoro si se trata de una referencia clara esta de Elorriaga, escritor que parece haber abandonado la primera escena de las letras españolas después de irrumpir con Un tranvía en SP, que le valió el Nacional de Narrativa. Tanto esta como su siguiente novela, El pelo de Van't Hoff, me gustaron. Luego ha ido espaciando más sus publicaciones y sus últimas dos novelas no sé si han llegado siquiera a traducirse del euskera al castellano. 


Pero volvamos a Mientras agonizo, un título que, según el propio Faulkner, tomó de la Odisea, de un parlamento de Agamenón a Ulises en el que leemos: "Mientras agonizo, la mujer de los ojos de perro no me cierra los ojos cuando ya desciendo a Hades".


Desde el principio he tenido la sensación de estar leyendo un gran libro, una historia muy potente, con el aire de una obra maestra, y no creo que se trate de mera sugestión, sino de algo que confirmaba el transcurso de las páginas, la inmanencia del texto. Como única pega, en algún punto aparecen reflexiones demasiado abstractas y elevadas sobre el Tiempo en personajes del mundo rural muy apegados, me parece, a lo pragmático y lo tangente. Sin destripar nada, hay algún miembro de esta familia algo cabroncete, y ese retrato que hace Faulkner es tan acertado como universal, porque ¿quién no conoce a algún allegado con actitudes así de ponzoñosas?


También llaman la atención detalles que nos dan cuenta de los tiempos pretecnológicos en que se ambienta la novela, y me vienen recuerdos de mi abuela, nacida en 1933, cuando contaba que sabían la hora por el sitio en que da la sombra en cierto momento del día, o los vínculos vecinales, cuando por lo general casi todos se ayudaban, mucho más estrechos que en la actualidad, donde impera el egoísmo y vamos un poco más a lo nuestro (supongo que en parte es comprensible porque somos más autónomos, necesitamos poco del vecino).


Este novelón acaso sea una excelente forma de acercarse al autor por primera vez. Basta este libro para sentir, como decía Sazatornil en Amanece, que no es poco, "verdadera devoción por Faulkner". La obra fue llevada al cine en 2013 por James Franco, con el título original de la novela (As I lay dying), traducida en España como El último deseo. No la he visto. Me parece bastante bonita la edición de Anagrama.


Valoración: 5/5


"Como mi tío Billy suele decir, un hombre no es tan diferente de un caballo o una mula, a fin de cuentas, salvo en que una mula o un caballo tiene un poco más de sentido común".


"...siempre sentado a la mesa para la cena con los ojos más allá de la comida y de la lámpara, [....] con las órbitas llenas de la lejanía de más allá de los campos".


"A veces no estoy tan seguro de que alguien tenga derecho a decir quién está loco y quién no. A veces pienso que ninguno de nosotros está loco del todo o cuerdo del todo hasta que la gente decide inclinar a un lado o a otro la balanza. Es como si no importara tanto lo que un tipo hace, sino la forma en que la mayoría de la gente le está mirando cuando lo hace."


04 abril 2021

"El silencio del patinador", de Juan Manuel de Prada



Libro de relatos publicado por Valdemar en 1995, he comprado El silencio del patinador de segunda mano en la librería vallecana La Subterránea. Juan Manuel de Prada nació en Baracaldo en 1970 y se había dado a conocer un año antes, en 1994, con un primer libro de título llamativo: Coños (en homenaje a los Senos de Ramón Gómez de la Serna), que publicó -reeditó y visibilizó, más bien- la editorial Valdemar. Después de El silencio del patinador de Prada no ha publicado más libros de cuentos, de modo que es el ejemplo clásico del cultivador del cuento como mera transición a la novela, más que como predilección consciente por este género que algunos, todavía, amamos tanto. En el otro extremo estaría Borges, maestro del cuento, poeta y ensayista que  nunca llegó a escribir una novela. De Prada en realidad se llama Juan Manuel Prada Blanco, y se tuneó el nombre con ese aditamento aristocrático a la hora de su bautizo como escritor. Nada que supere, por otra parte, lo de Valle-Inclán, nacido como Ramón Valle Peña, que trocó, como todos sabemos, por el campanudo Ramón María del Valle-Inclán y Montenegro. En el polo opuesto encontramos a Antonio Gala, cuyo nombre real, al parecer, es Antonio Ángel Custodio Sergio Alejandro María de los Dolores Reina de los Mártires de la Santísima Trinidad y de Todos los Santos. Gala sabía que con ese nombre se puede ser Príncipe de Asturias o rey Borbón, pero no escritor.


De Prada ha tenido una proyección pública bastante acusada (radio, televisión) y posee una larga trayectoria como articulista. Es católico, de ideología bastante conservadora y aire provocador, un perfil no muy cercano a mí pero que no me lleva de antemano a excluirlo de mis lecturas (leo a escritores en las antípodas ideológicas: leo a Cristina Morales, cuya Lectura fácil me gustó, y a José Jiménez Lozano): me interesan más que nada sus primeros libros, eso sí. De Prada tuvo desde el principio el beneplácito de gente con nombre como Francisco Umbral, Arturo Pérez-Reverte, Ricardo Senabre o Miguel García-Posada. Llama la atención su precocidad. Poco después de publicar este libro, en 1997 le concedieron el Premio Planeta, ese galardón de mucho dinero y mala reputación, por La tempestad. Siguió la ronda clásica de los premios paripé mejor dotados ganando luego el Primavera y el Biblioteca Breve. Después creo que dijo -qué cosas- que la literatura no daba para vivir.


El silencio del patinador lo componen doce relatos de parecida extensión, si excluimos el último, que es más largo. Todos están narrados en primera persona por un personaje masculino que, en los primeros, suele ser un adolescente, o un niño a punto de dejar de serlo que sufre los primeros desengaños, los vislumbres de que la vida adulta no es tan bonita como esa infancia a la que tantos se han referido como un paraíso perdido. De forma explícita, en uno de los cuentos leemos: "ya se sabe que no hay adolescencia sin desengaño". El tiempo verbal en que se narra es el pasado, y en el mundo que aparece retratado en los textos no hay apenas referencias a la contemporaneidad, a ese final del siglo XX en el que de Prada creció; muestran los relatos un interés acusado por épocas pretéritas, decimonónicas tal vez (se alude a retratos en sepia, daguerrotipos, estufas de carbón, carreteras sin asfaltar, caserones góticos), una especie de añoranza por un mundo pre-tecnológico. Hace unos días comentaba aquí Caminaré entre las ratas, una novela en la que el autor habla, y de forma pormenorizada, de su tiempo. El silencio del patinador es todo lo contrario, y se diría que tiene vocación arcaizante.


El estilo puede tacharse de barroco o recargado, si queremos criticarlo, o fruto de un trabajo de orfebre, de un precoz virtuosismo, si pretendemos alabarlo. A sus veintipocos, se conoce que de Prada ya conocía el diccionario como un concursante de Pasapalabra, y aquí y allá va colocando -bien, mayormente- palabras desusadas en el lenguaje conversacional, en el habla del hombre de la calle. Pero claro, esto es literatura y acaso los sibaritas agradezcan esa riqueza de vocabulario, ese adjetivo que de pronto te sorprende, cierta metáfora que brilla. Prefiero no desvelar muchos detalles de la trama. En "Las noches heroicas", contradiciendo lo dicho en el párrafo anterior, sí trata el exilio y los últimos estertores de Franco. De Prada ridiculiza a un grupo de poetas de izquierdas, antifranquistas que planean una conjura que se revela inane. Algo que encuentro fallido y que se repite en varios textos del libro: el autor pone en boca de esos personajes de poca edad pensamientos a los que, con suerte, se llega muchos años después, reflexiones de una lucidez imposible para jóvenes que apenas intuyen todavía qué significa vivir.


El último relato, "Gálvez", está ambientado en el Madrid de la II República y la Guerra Civil. El Gálvez del título es Pedro Luis de Gálvez, personaje mítico de la bohemia que (famosa anécdota) se cuenta que mendigaba por las calles valiéndose del chantaje emocional de un bebé muerto que llevaba en una caja de zapatos, y del que afirmaba ser el padre. Apelaba a la caridad del prójimo para conseguir un dinero con que pagar el entierro de ese niño que en realidad no era suyo, dinero que luego se gastaba en borracheras. Se trata de uno de los relatos más logrados del volumen, que recrea el ambiente literario de la época. En algún momento aparece un joven argentino del que se dice que se llama Burgos o Borges, ambigüedad que evocará al lector avisado la novela El nombre de la rosa, donde un tal Jorge de Burgos, en claro guiño a Borges, ejercía de bibliotecario en esa abadía donde no paraban de morir monjes en circunstancias extrañas. Este último relato lo iba a explotar luego el autor en una novela extensa publicada al año siguiente, Las máscaras del héroe, que publicó también Valdemar y espero leer a no mucho tardar.


El imaginario de de Prada es más novelesco que experiencial. Como artefactos lingüísticos, y de apreciable inventiva, creo que conviene valorar estos relatos, cuya lectura mayormente he disfrutado. Sí que cansa un poco la sexualización constante cuando entran mujeres en escena, la descripción erótica por parte de narradores viciosillos de mentes calenturientas, de rancia rijosidad.


Pero el libro, ya digo, tiene su punto.


Valoración: 3,5/5.