27 octubre 2012

Aterrizaje forzoso



Le gustaban los gatos, el parchís y las tormentas. Tenía miedo a pisar las alcantarillas, a los ascensores y a los conductores kamikazes. Pesaba ciento sesenta y cuatro kilos. Llevaba ocho años sin salir de casa. Veía Friends. Sobre todo veía Friends. Y adoraba a Rachel Greene. Aún más: se sentía parecida a ella, se identificaba con ella.
Eso fue hasta lo del mono, hasta el capítulo del mono Marcel. Ross deja a su mono con Rachel, para que se lo cuide. A ella, claro está, se le escapa el mono y temiendo a Ross (sí, ha leído usted bien, los seguidores de Friends no ignoran que es casi imposible temer a Ross, pero en este caso ella teme a Ross) se pone de los nervios. Lo buscan por todas partes, y en un momento dado llama a su puerta una guarda forestal o una protectora de los animales o algo. Lleva uniforme verde y está muy gorda. En realidad es gorda. Tiene órdenes de llevarse al mono, al que ya han encontrado. Rachel intenta por supuesto convencerla de que no lo haga. Parece que va a salirse con la suya, pero, cuando casi la tiene en el bote, la gorda de pronto recuerda algo. Conoce a Rachel. Fueron compañeras en el instituto. Ya está todo solucionado, piensa Rachel, una antigua amiga, ahora me dejará el mono y Ross no se enfadará conmigo. Y entonces Rachel se relaja. La gorda le pregunta si se acuerda de ella, y Rachel se relaja, se relaja tanto que empieza a reírse, a reírse como una tonta, puesto que en realidad no se acuerda pero que nada de nada de la gorda. La gorda le refresca la memoria: precisamente no éramos muy amigas en el instituto, le dice, y no porque ella, la gorda, no quisiera. Más bien era que Rachel pasaba olímpicamente de ella. Que era de los que la marginaban y la ignoraban hasta la náusea. Por ser gorda.
Suficiente: al presenciar la escena no pudo sino apagar el televisor. Con mucha serenidad, se levantó y se miró al espejo. Se vio a sí misma, tal y como era. Dejó de mentirse y fue consciente de la repulsión que podía causar en ciertas personas, en personas quizá más delgadas pero puede que también menos dignas que ella. Comprendió que Rachel era una de esas personas, y que ya nunca la miraría con los mismos ojos. Aterrizando de repente en la realidad, decidió dejar de creerse Rachel Greene. Es más, en un momento de arrebatada dignidad, se alegró de no ser como ella.
Pesaba ciento sesenta y cuatro kilos. Llevaba ocho años sin salir de casa. Le gustaban los gatos, el parchís y las tormentas. A veces veía las telenovelas. E incluso el pressing-catch.

2008

19 octubre 2012

La senda del perdedor



En la página ciento sesenta de La senda del perdedor un personaje le hace una paja a un perro. Un poco más abajo, en esa misma página, se mean en una botella de leche que a continuación vuelven a colocar en la nevera. Un poco antes, un alumno se masturba en plena clase. Cosas como estas haría de este un libro con posibilidades de éxito entre los adolescentes, aunque sólo sea por morbo, diversión o simple curiosidad. Pero me temo que somos ingenuos si pensamos así porque la mayoría de los adolescentes no están muy por la labor de leer a Bukowski. Ni de leer, en general.

“La primera cosa que recuerdo es estar debajo de algo”. Así comienza La senda del perdedor (1982), una novela que ofrece una visión desde la derrota dentro del país de los ganadores por excelencia, donde todo dios tiene la obligación de sonreír y ser feliz. El libro, de tintes autobiográficos, se caracteriza por la incorrección que destila la prosa de Bukowski, los disfemismos, la contundencia, una rabiosa mirada hacia el mundo fruto de la precariedad y déficits varios. Desde los márgenes.

Chinaski, el álter ego del autor, tiene un padre cabroncete. Nos relata sus primeros años de vida, en el contexto del crack de la bolsa de Nueva York en 1929, la Gran Depresión y todo ese período de entreguerras. No soy de los más partidarios de Bukowski, pero es una lectura más que entretenida que divertirá a muchos. Como sabéis los habituales suyos, no falta testosterona y valores “viriles” como pelearse, llamar “nena” a las tías o beber cerveza y whisky hasta la extenuación. Aunque, para ser justos, creo que reducir el libro de Bukowski a este tipo de cosas no le hace justicia.

También aparece en el libro esa preocupación tan española y se ve que universal de guardar las apariencias. Si en el Lazarillo los hidalgos pobres se esparcían migas de pan en la ropa al salir a la calle para que se viera que habían comido en abundancia, aquí el padre de Chinaski finge conducir hasta el trabajo cada mañana cuando en realidad está en paro.

Fragmento:

“Realicé varias incursiones prácticas por los barrios bajos para prepararme ante el futuro. No me gustó lo que vi. Entre los hombres y mujeres no había ninguna osadía o brillantez especial. Deseaban lo que todo el mundo deseaba. Existían también ciertos obvios casos mentales a los que permitían deambular sin perturbarlos. Yo había observado que tanto en el extremo muy rico o muy pobre de la sociedad, a menudo se permitía que los locos se mezclaran libremente con los demás. También sabía que yo no era completamente sano. Todavía sabía, como cuando era niño, que albergaba algo extraño en mi interior. Me sentía como destinado a ser un asesino, un asaltante de bancos, un santo, un violador, un monje, un ermitaño. Necesitaba algún sitio aislado para esconderme. Los barrios bajos eran desagradables. La vida del hombre normal y sano era tediosa, peor que la muerte. Parecía no haber alternativa posible. Y la educación también era una trampa. La poca educación a la que me había permitido acceder me había hecho más suspicaz. ¿Qué es lo que eran los doctores, abogados y científicos? Tan sólo eran hombres que habían permitido que los privaran de su libertad de pensar y actuar como individuos. Volví a mi cobertizo y bebí…”

Valoración: 4/5. 

11 octubre 2012

Ante la belleza de las cosas



"Se conmovía con verdadero entusiasmo ante la belleza de las cosas. Desde la nata de la leche hasta la superficie de una taza. De un tapón de lavabo seco y resquebrajado, de una mota de moho sobre una fruta, decía que eran bonitos y los señalaba con el dedo. Un día que estábamos en casa de la hermana de un amigo, reparó en la válvula de una olla al lado de los quemadores de la cocina. La tomó entre el índice y el pulgar y alabó sus cualidades plásticas, sin tener en cuenta la sorpresa de nuestra anfitriona. Hizo incluso un par de comentarios, extrañado de no encontrar más eco entre nosotros. (…) En el restaurante, admiró las tacitas con estrías azules en las que nos habían servido el té. Las sostuvo en sus manos con mucho respeto y me confesó que con sólo verlas deberíamos sentirnos felices."  

Fragmento de El agrio (Periférica, 2009), de Valérie Mréjen (París, 1969).

Chema Madoz














04 octubre 2012

El hombre que confundió a su mujer con un sombrero



A veces es un título lo primero que nos acerca a un libro, lo que nos hace querer leerlo sin importarnos su género, argumento o temática. Ese puede ser el caso de El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, el libro de Oliver Sacks que traemos hoy. Se trata de un libro de no ficción que recoge casos clínicos, historiales médicos de personas con las que el autor, profesor de neurología en Nueva York, ha tenido la ocasión de encontrarse.

En la introducción, Sacks nos da una idea de su propósito:

“En un historial clínico riguroso no hay “sujeto”; los historiales médicos modernos aluden al sujeto con una frase rápida (“hembra albina trisómica de 21”), que podría aplicarse igual a una rata que a un ser humano. Para situar de nuevo en el centro al sujeto (el ser humano que se aflige y que lucha y padece) hemos de profundizar en un historial clínico hasta hacerlo narración o cuento… [la cursiva es mía]”

Un total de veinticuatro historias componen el libro, que se divide en cuatro partes. La primera, con el título de “Pérdidas”, reúne trastornos neurológicos que afectan al yo, lesiones cerebrales como la del profesor de música que no conseguía identificar los rostros de la gente y confundió la cabeza de su mujer con un sombrero o el marinero cuya memoria reciente había sido afectada de gravedad hasta el punto de quedar detenida en una época pasada a partir de la cual no podía almacenar nuevos recuerdos. “Si un hombre ha perdido una pierna o un ojo”, leemos, “sabe que ha perdido una pierna o un ojo; pero si ha perdido el yo, si se ha perdido a sí mismo, no puede saberlo, porque no está allí ya para saberlo”.

En la segunda parte, “Excesos”, destaca la historia de Ray, afectado de síndrome de Tourette. Probablemente hayáis oído hablar de este trastorno, y seguro que os suena si habéis leído Huérfanos de Brooklyn, la recomendable novela de Jonathan Lethem. Ray, “el ticqueur ingenioso”, consigue canalizar sus numerosos tics y convulsiones en distintas actividades, como la de tocar la batería con virtuosismo en un grupo de jazz. Completan el libro la tercera parte, “Arrebatos”, y la cuarta, “El mundo de los simples”, en la que conocemos algunos casos de deficientes mentales con alguna habilidad extraordinaria, como el caso del artista autista o el de los gemelos John y Michael, que nos recuerdan al genial cuento de Borges “Funes el memorioso”, citado por el propio autor.

El conjunto del libro resulta como poco interesante. El tono es ameno, el estilo sencillo, no muy retórico, y el autor consigue entretener y por momentos hasta emocionar. Es increíble lo poderosa que es la mente y al mismo tiempo qué frágil, qué poco se necesita para que todo se venga abajo y no reconozcamos, por ejemplo, a nuestra pareja, o ni siquiera a nuestra pierna izquierda como propia, y gritemos desde la cama asustados porque hay una pierna, no sabemos de quién, con nosotros.

Polanski y la identidad


Título: El quimérico inquilino (Le locataire).
Año: 1976
Duración: 126 minutos.
País: Francia.
Director: Roman Polanski
Guion: Roman Polanski, Gérard Brach (basado en la novela de Roland Topor)
Reparto: Roman Polanski, Isabelle Adjani, Melvyn Douglas, Shelley Winters, Jo Van Fleet, Bernard Fresson...
Género: Terror. Thriller psicológico. Drama psicológico. Película de culto.

“En cualquier caso, creo que el momento más interesante de The Tenant tiene lugar cuando Trelkovsky busca refugio en casa de Stella. En medio del delirio psicótico y de una increíble borrachera discurre sobre dónde reside exactamente nuestra identidad. Se pregunta: ¿dejo de ser yo si me arrancan un diente, un brazo, el estómago o la cabeza?, ¿qué derecho tiene la cabeza a llamarse yo? El problema es que estas preguntas no tienen respuesta. Si profundizamos lo suficiente podremos observar que el yo es, y cito de nuevo a Sartre, un vacío, una nada. Son los otros los que nos otorgan la identidad con su mirada cosificadora, nos martirizan con sus etiquetas, nos fijan. La vida cotidiana es una agresión perpetua en la que se nos dicta quiénes somos.” Eugenio Sánchez Bravo en www.auladefilosofia.net.


01 octubre 2012

Matar a Platón




"escribir

para curar
en la carne abierta
en el dolor de todos
en esa muerte que mana
en mí y es la de todos

escribir

para ahuyentar la angustia que describe
sus círculos de cóndor
sobre la presa

(…)

escribir

para decir el grito
para arrancarlo
para convertirlo
para transformarlo
para desmenuzarlo
para eliminarlo
escribir el dolor
para proyectarlo
para actuar sobre él con la palabra

(…)

escribir

por no llorar tan dentro
tan a escondidas

escribir

hasta la extenuación
para que se derrame el dolor contenido
desde el inicio del mundo

escribir
para rebelarse sin provecho
a pesar de la derrota ya prevista

(…)

decir que a las once
de la noche de hoy
mientras la luz calienta
el lado izquierdo de mi almohada
y la sábana verde se desdobla
en el espejo del armario
estoy en mí
en el lugar en que acostumbro
a encontrarme

(…)

escribir inútilmente
para ejercer lo inútil
para abrazar lo inútil
para hacer de la inutilidad un manantial

(…)

-Volé esta madrugada
más alto que ninguna otra vez"

Chantal Maillard (Bruselas, 1951), Matar a Platón (Tusquets, 2004).