19 junio 2017

La magia de salir del cine



No en todas las ocasiones sucede, pero el momento en que uno vuelve a pisar la calle tras abandonar una sala de cine suele funcionar como una experiencia espiritual de primer orden. Y si ha anochecido en el ínterin, mientras veíamos la película, mucho más. La sensibilidad se aviva, el cerebro chispea pleno de conexiones neuronales, y a las calles se diría que les acaban de dar un par de manos de pintura, pues ahora irradian intensidad a discreción.

El yo que sale del cine pocas veces coincide con el que entró hora y media o dos horas antes. A veces, como si la oscuridad de la sala tuviera efectos reparadores, notamos al reincorporarnos al hormigueo urbano que andamos un poco menos descacharrados, como si nos hubieran entablillado las entrañas, reajustado piezas sueltas, apretado clavijas, limpiado bujías. Tal vez los griegos antiguos acertaron ya a describir todo esto con una sola palabra: catarsis. Tal vez se trate de algo ligeramente diferente, de una de las vertientes de lo sublime. Los cinéfilos sensibles, conscientes de todo esto, recordaremos siempre esos momentos tan especiales de la salida, cuando caminamos al borde de una revelación intuida pero que casi nunca acaece. Comentaremos con otros cinéfilos, en conversaciones de barra de bar, en mitad de un viaje por carretera o compartiendo colchón con la persona que amamos, la naturaleza vaporosa y mágica de esos instantes de reingreso a la realidad tras el paréntesis fílmico, pues al rato ese efecto narcótico que con fortuna nos ha invadido parece desvanecerse.

La experiencia, ese subidón tras el chute de celuloide, alcanza cotas orgiásticas cuando la película maravilla, marca un hito, consigue trastocar nuestra visión del mundo. En esos casos, nunca será uno ya, jamás, idéntico a quien entró dos horas antes, nos han actualizado el software, o incluso el sistema operativo.

12 junio 2017

Literatura




   Al viejo Valenzuela lo conocí de niño, en mis visitas al parque. Hombre afable, de pelo blanco, comía pipas y echaba pan a las palomas. A veces hablábamos, y poco a poco me fue relatando historias que incendiaron mi imaginación. Mi madre me dijo que no me fiara, pero en vano: yo no podía desoír el canto de las sirenas. Valenzuela me contó su secreto: una habitación de su casa, al final del pasillo, plena de maravillas: trampillas por las que se accedía a una ciudad subterránea, puertas secretas tras los muebles, que daban a pasadizos y grutas, entre otras atracciones que mi puerilidad agigantaba. No necesitaba explicar mucho; bastaba una insinuación para que yo, influenciado por los dibujos animados, fantasease con ambientes reacios a ser apresados en palabras, de los que me asaltaba únicamente su efecto extático. Valenzuela falleció sin permitirme franquear su cuarto mágico, pensando en el cual a veces me costaba pegar ojo. El velorio se celebró, como de costumbre en el pueblo, en casa del finado. Acompañé a mi madre, y no me fue difícil escabullirme hasta la habitación en cuestión. Para mi decepción, no encontré al franquearla nada de lo que Valenzuela había prometido: solo libros y más libros, dispuestos en estantes que tapaban las cuatro paredes. Fue una contemplación casi humillante. Tardé decenios en convertirme, por derroteros de la vida, en denodado lector. Hasta entonces no pude perdonarle su jugarreta: por fin dejé de ver a Valenzuela como un vulgar impostor.

Jesús Artacho

(Microrrelato originalmente publicado en la web microcuento.es)

04 junio 2017

Puede contener trazas de



Qué delicia cuando uno lee los ingredientes de algún alimento y llega a eso de: “puede contener trazas de crustáceos, albaricoque, lomo de papagayo tolteca o huevo de Diplodocus”. Piensa uno: pero si solo se trata de una barrita de chocolate… 
En ese contexto serio, la vaguedad del puede, esa ambigüedad deliberada, dinamita ipso facto el clima de rigor. Sin necesidad de acudir a deportes extremos, menudos lingotazos de adrenalina los que deparan ciertos etiquetados.