Cuando leyó en el periódico sobre la exposición de pintura, el admirador de Hopper se imaginó en una sala de museo, contemplando una de las gasolineras solitarias de los cuadros del neoyorquino. La ciudad de la exposición distaba 720 kilómetros de su pequeña localidad, de la que nunca se había alejado en un radio superior a 100 kilómetros. Pero esta vez viajaría. Y lo haría, además, en bicicleta. “Igual, cuando llegue allí, soy otra persona”, se animó.
Veinte días después, con la barba algo crecida, constató mientras tomaba café enfrente del museo lo que, desde días atrás, le oprimía la zona intercostal en forma de vago presentimiento: la aventura había cambiado su manera de mirar las cosas, de sentirse en el mundo. Era, si bien sutilmente, una persona distinta. Pero a esa nueva persona -esto último lo comprobó, algo consternado, mirando Hotel Room- Hopper ya no le decía nada.
2008.
Veinte días después, con la barba algo crecida, constató mientras tomaba café enfrente del museo lo que, desde días atrás, le oprimía la zona intercostal en forma de vago presentimiento: la aventura había cambiado su manera de mirar las cosas, de sentirse en el mundo. Era, si bien sutilmente, una persona distinta. Pero a esa nueva persona -esto último lo comprobó, algo consternado, mirando Hotel Room- Hopper ya no le decía nada.
2008.
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