20 noviembre 2016

Otoño en la chopera



   Me apeteció calibrar los méritos que la estación iba efectuando sobre la chopera, de modo que hacia allí me encaminé. Desde cierta distancia, las copas aún frondosas se mostraban verdinas más bien, aunque con ramalazos dorados, como los plátanos cortados que empiezan a madurar. La samoyedo Estrella, como casi siempre, me precedía. En esto muestra dotes de lazarillo, no olvidada aún, en algún reducto de su genoma -o cediendo al instinto-, de su naturaleza lapona de arrastratrineos. Ya más cerca, se atisbaba un inopinado manto de hojas secas alfombrando el suelo. De la ribera del río llegaban algunos trinos y gorjeos. Ningún otro matiz a ese santuario de silencio: no sonaban, a esa hora, disparos de cazador en el soto.

   Caían ingrávidas las hojas. A cada segundo varias se precipitaban, con la mansedumbre de los copos de nieve, ejecutando tirabuzones hasta que se posaban sobre el lecho que habían construido sus predecesoras. Un rato aquí podrían recetarlo en las consultas, pensé, como sucedáneo del Trankimazin. La industria del cine yanqui, por otra parte, ha sabido explotar en las comedias románticas este marco, el potencial meloso de todo ello. Cuánta literatura, cuánta red fluvial de tinta impresa ha surtido, a lo largo de los siglos, este espectáculo natural tan modesto.

   Al bajar un momento la vista, observé que Estrella había descendido su cola, que ancha y peluda cubría ahora, arqueada, la totalidad de sus partes íntimas, como si en aquel clima algo almibarado le hubiera sobrevenido un ataque de pudor. Nos apartamos un poco de esa lluvia foliácea, lánguida y constante, como activada por un mecanismo perezoso, pero perpetuo. 

   Salimos. Aunque solo fuera por solidaridad con la incipiente diabetes del lector de estas páginas. En lontananza se divisaban cerros sembrados de olivos. Las copas, empequeñecidas por la distancia, semejaban aquellas bolitas de papel pinocho que pegábamos sobre chapó en las manualidades de párvulos. Una bandada de gorriones, a nuestro paso, despegó súbitamente de entre unas hierbas y se esparció en el aire como una bomba de racimo. Caía la tarde.

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