Martin Reisch
A
veces se repite uno una frase hecha y no tarda en desautomatizarla,
como
parecían pedir en su época los formalistas rusos,
y encontrarla extraña. Fuera
de lugar,
por ejemplo.
Fuera-de-lugar.
Fuera
de
lugar. Fuera de lugar.
Inconcebible
para nuestra mente limitada algo fuera del espacio, por mucho que uno
se lo repita. Debe de ser algo parecido a cuando se está muerto (si
no se cree en la otra vida, claro). Uno, me refiero a cuando ya no
quedan cenizas ni restos mortales, está ya fuera de lugar, porque no
está.
Aunque…,
recuerdo haber leído, en un libro de divulgación científica, que
después de morir, equis tiempo después, los átomos que componen
nuestro cuerpo, o algunos de ellos al menos, pueden reestructurarse y
viajar para pasar a integrarse en otros materiales de este mundo, en
la hoja de un árbol, por poner un ejemplo optimista.
La
idea puede resultar hermosa, formar parte de algo, no en el más allá
sino en este mundo, una vez se ha dejado de existir.
También
aludía, el autor del libro, a esos mismos átomos antes de
apelotonarse en nuestro ser, y planteaba la posibilidad (por no decir
que lo aseguraba) de que hubieran pasado por varias estrellas y
formado parte de miles de organismos antes de llegar a donde ahora, a
nuestros dedos, por ejemplo, tecleando estas palabras. O a nuestros
globos oculares, pasando la vista por ellas.
Fuera
de lugar también puede considerarse, según quien lo lea, este
párrafo, o algunas de las ideas u opiniones en este blog vertidas. Y fuera de lugar puede enclavarse, estirando un poco la
expresión, a quien se encuentra en un lugar aparte, lejos de donde
se supone que la vida bulle, de los núcleos urbanos. También habrá
quien diga que todo esto está, sí, fuera de lugar, pero ni mucho
menos por las razones que aquí se consideran. Esta polivalencia me
divierte.
2015
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