Alesia Lund
Un zumbido familiar en primavera lo atestigua: a las casas han llegado las moscas. Pululan por salones y cocinas, danzan dibujando agudas aristas en el aire. Tienen, ya sabemos, una acusada predilección por el feísmo: sobre un zurullo aún caliente se agolpan por docenas, pero si se trata de la bella clavícula de una dama, o de un escotado canalillo -en mitad de una noche de verano-, allí se posa una si acaso. Digamos que su objeto de atención es transversal, pero se cuentan con los dedos las estetas. En abril podemos mirarlas sin fastidio, pero a final de temporada nos tienen saturados: hasta tal punto molestan que a algunas podrían enjuiciarlas por acoso. Tan leves y gravosas, en las frases de Azorín se las oxea. Negras y zumbonas, su vuelo a nadie inspira, y emiten un sonido insidiosísimo. Orquestan horripilantes sinfonías, y aunque sus patas nos cosquilleen la epidermis en silencio, las observamos no sin cierto asco. Tan pronto se obcecan con nosotros como dedican ratos largos a un pertinaz revoloteo rectilíneo, como si doblaran esquinas invisibles en el ficticio callejero del aire. Son de ideas fijas, y si les da por una habitación -esa es otra- pueden completar cien mil vueltas sin descanso. Inofensivas pero puñeteras, no incordian más porque no pueden. Si lo ven a uno con ganas de echar una cabezadita por la siesta, allí que acuden, dispuestas a impedirlo a toda costa. Cuando perdemos la paciencia y nos proponemos su exterminio, podemos ver cómo a veces se retuercen malheridas tras un zurriagazo a mano llena, pero poco después van y reviven como vulgares aves fénix de extrarradio, pues se aferran a la vida con una terquedad sobresaliente.
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