15 agosto 2022

"La Regenta", de Leopoldo Alas "Clarín"

 

En 2020, año pandémico y bisiesto, leí La Regenta de Clarín y tomé algunas notas, que copio aquí por si a alguien interesaren.


"De noche, mientras leo La Regenta en mi cuarto, observo un insecto al otro lado del cristal doble de mi ventana. Un mosquito grande, de zancas largas. Atraído por la ambarina luz del interior, indaga nocturno y tenaz buscando un resquicio por el que colarse en mi dormitorio iluminado. Tal vez el insecto se diga “si puedes soñarlo, puedes hacerlo”, “lo lograré si pienso en positivo” u “hoy voy a conseguir todo lo que me proponga”. Como no pienso abrirle, de poco han de servirle esos mantras: el muro no borrará su condición infranqueable.


Terminando ya la novela de Clarín, creo haberla disfrutado más que Madame Bovary, por incidir en una comparativa recurrente. Acaso porque a Clarín lo leo en lengua original y a Flaubert traductor mediante. Sea como fuere, se me antoja que el asturiano compone un fresco trabajadísimo de la ciudad de provincias de la época, y aun de la España de la época. “Somos pobres, muy pobres”, declara el padre de la protagonista refiriéndose a sus compatriotas, y añade con pesimismo noventayochista: “unos miserables que sólo entendemos de tomar el sol”.


Las acusaciones de plagio por los paralelismos (innegables) entre Ana Ozores y Emma Bovary se quedan en algo anecdótico ante la magnitud de la obra levantada por Leopoldo Alas. Reconociendo esto, no niega uno que, como lector del siglo XXI, la distancia cronológica con la época pesa, a ratos, en detrimento del placer de la lectura. A este respecto, el amigo David Pérez Vega comenta algo que uno también percibe aunque no haya conseguido verbalizarlo: el “choque estético” que sufrimos como lectores del 2020, a poco que andemos habituados a la literatura contemporánea, cuando comenzamos a leer una novela como La Regenta. A ratos, a este millenial pedestre la historia le resulta cargante, aunque la recta final absorbe de una manera indecible. Justo antes he leído otra novela de Clarín, Su único hijo, de redacción posterior. Siendo meritoria, adolece de un desarrollo, diría, más folletinesco, y en el apartado de recursos expresivos también es La Regenta, desde el primer capítulo, una novela más ambiciosa y conseguida.


En un momento dado, el narrador describe los pies de Ana Ozores, la protagonista, como “pequeños y rollizos”. Si no me falla la memoria, recalcaba este detalle una escritora actual y venía a decirnos que ojo con la diferencia entre los cánones de belleza modernos y los decimonónicos, que si el pie lo tenía rollizo cómo no sería todo lo demás. Aunque poseer pies gordos acaso no esté reñido con la delgadez.


Sorprende que Clarín terminase La Regenta a los treintaitrés años. Hoy se diría que la madurez se alcanza mucho más tarde, que las obras cumbres las escriben personas más canosas, más alopécicas, más provectas. La Regenta habría podido hoy -qué cosas- optar a algún premio para jóvenes autores. A esa edad los plumillas actuales no nos hemos desembarazado todavía del apelativo de novel, de prometedor (esto los pocos), y si se alaban sus obras se cae en expresiones condescendientes como “escribe muy bien para lo joven que es”. En esto no nos distinguimos del común de la sociedad, que ha acuñado el palabro adultolescente para referirse a la duración extremada de la adolescencia, al cada vez más tardío fenómeno de la madurez. Este tipo de vocablos compuestos, por cierto, tan de moda hoy día (basten ejemplos como gordibueno, veroño, fofisana, juernes), se conoce que no los esquivaban en el XIX, y Clarín utiliza palabras como tontiloco o jocoserio. Nada, por otra parte, que supere el desconcierto del pantalón cortilargo, al que se refería José Jiménez Lozano en uno de sus libros. Uno trata de imaginar el concepto cortilargo, pero se descoyuntan todos los esquemas, y quedo sin asidero, cayendo en el vacío. Como si me pidieran que pensara en dos infinitos y medio. O como esa calle de Lucena que se llama alta y baja. O aquel ángel descrito por Borges que volaba a un tiempo al norte y al sur, al este y al oeste. Y sin desmembrarse, claro, a lo que sí se exponen los torturados (verbigracia Túpac Amaru) a los que atan la punta de una cuerda en cada extremidad, mientras la otra se amarra a cuatro caballos que comienzan a tirar en cuatro direcciones distintas, forzando la anatomía hasta la muerte.


El personaje protagónico femenino, complejo, ostenta mayor fuerza que su marido, de quien se dice que “carecía de carácter”. Cuando se conocen, Ana tiene diecinueve años y Quintanar pasa de los cuarenta. Las imposiciones paternas en el matrimonio, que Moratín criticaba en El sí de las niñas, no se dan aquí pese a la diferencia de edad, y Ana puede rechazar otro pretendiente propuesto por su tía. Anota este y otros asuntos el especialista (Juan Oleza) a cargo de la edición que he manejado, la de Cátedra, que encuentra uno muy oportunamente anotada, dividida en dos volúmenes, como vio la luz la novela en su época.


Pese a su espíritu pacífico, que reconoce Quintanar, en un momento dado expresa que, ante una infidelidad de Ana Ozores, acabaría con la vida de su esposa y del amante. En otras ocasiones, en cambio, parece alentar ese amor extramatrimonial, como resignada solución -la pareja duerme por separado- a la mala salud de Ana. La acción se sitúa entre 1877 y 1880, por lo que cabe afirmar la importancia acusada del honor, todavía, en la sociedad de la época. Las manchas en la honra se lavan con sangre, se decía en el Siglo de Oro, cuando abundaban los dramas de honor, las obras de capa y espada, en autores como Lope de Vega o Calderón de la Barca. Me pregunto hasta qué fecha llegaron a existir los duelos en España, y tras un sondeo internetero parece que el último, de los disputados a muerte, tuvo lugar en Zaragoza en 1906, entre dos periodistas. El ganador y asesino pasó casi un año entre rejas hasta ser amnistiado por Alfonso XIII. Según algunos historiadores, este tipo de desafíos persistió bien entrado el siglo, hasta la década de los años veinte. En lo que a literatos se refiere, de ese mismo 1906 data uno al que sobrevivió Vicente Blasco Ibáñez porque, según se cuenta, la bala disparada por un oficial de la Guardia Civil dio contra la hebilla de su cinturón.


En la beata y pía ciudad de Vetusta sólo existe un único ateo, al que se trata como a bicho raro. Para mayor ludibrio y ridiculez, el hombre acaba pidiendo la conversión cuando ve cercana la muerte, con el fin de dejar este mundo formando parte del seno de la Iglesia. El poder influyente de los confesores, representados por Fermín de Pas, queda patente, así como la pronunciada vena mística de Ana, que también tiene tendencia a lo literario (lee y en ocasiones escribe). Aquejada de distintas crisis nerviosas, y con una espiritualidad acentuada, que incluye los arrebatos místicos, la mujer se siente oprimida en una sociedad provinciana y rutinaria que la asfixia. Además del poder eclesiástico (Fermín de Pas), en personajes relevantes quedan asimismo expresados el poder judicial (Víctor Quintanar, ex-regente) y el político (Álvaro Mesía, el llamado Tenorio de Vetusta).


Resulta muy viva la recreación de la vida en el casino de la ciudad, donde se citan personajes que a menudo Clarín ridiculiza con mordacidad, pues quieren atribuirse una cultura que no poseen. En este sentido, nos evoca los ambientes de una novela posterior, La colmena. El autor se muestra crítico también con la hipocresía de la sociedad, con la preocupación farisea por las apariencias.


La pronunciada vena anticlerical de Clarín (leemos en un momento dado: “la invasión absorbente de la Iglesia, cuya influencia deletérea...”), entre otras cosas, propició que la novela fuese censurada en la época, y también con posterioridad, en tiempos del franquismo. Cuando se permitió su publicación en 1962, el régimen todavía la consideraba altamente peligrosa. En la primera parte, que según los críticos (a uno este detalle le pasó por alto) abarca tres días, abunda la presentación descriptiva de escenarios, mientras que en la segunda, que sucede en tres años (una vez más, al césar lo que es del césar), la narratividad predomina y la acción se acelera hasta el desenlace. Saldo con esta lectura una deuda, por cierto, con mis tiempos de estudiante de Filología. No puede uno tenerse por lector serio si pasa por alto La Regenta, en el podio de la novelística española, según el canon vigente, junto con Fortunata y Jacinta y el Quijote.


Un rato después, a todo esto, observo que el mosquito sigue chocando contra el cristal de la ventana, en su empeño de hallar una hendidura, con una persistencia más propia de sus primas las hormigas. “Ánimo”, le digo sarcástico, con la mala hostia aguzada por la pandemia y la situación que nos hostiga. “Persevera, no te rindas”.

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