Aquí
en el pueblo los carteros novatos casi echan en falta, al llegar, una
dosis de Biodramina. A menudo, si bien de forma comprensible, se
marean. Hablo en plural porque, desde la jubilación del anterior,
que durante bastantes años pateó estas calles, hay cambio de
persona según entra el mes. La numeración de las viviendas obedece,
en algunos casos, a una extraña aritmética. Pasas por una calle
ante el número veintiuno, y ves que le sigue el trece, luego viene
el diecisiete, luego el once, a continuación otra vez un trece… Y
así. Sucesivos alcaldes, de uno y otro partido, han debido de
considerar innecesario intervenir en el asunto, que dejado en manos
de la providencia va cobrando tintes casi kafkianos (en una fachada, no muy lejos de donde vivo, puede verse un cuarenta y siete y, justo por encima, un treintaitrés -dos dígitos que no destacan precisamente por su contigüidad-).
Ante
las dudas, el cartero suele preguntar a algún lugareño con quien se
cruza dónde debe entregar la carta destinada a X. A menudo el asunto
se zanja en un momento, pero también puede darse algún caso
desesperante. Entra en juego, en esta ocasión, el tema de los
apodos. Le pregunta a un peatón por X. El hombre escucha el nombre y
los dos apellidos y sigue in
albis.
Pasa por allí otro paisano. El repartidor aprovecha para sondearlo.
Este segundo viandante sí sabe de quién se trata. Entonces,
al primero, que sólo conocía a X por el mote, se le ilumina de
pronto la cara: “¡anda, pues sí que lo conozco, si vive en frente
de mi casa!”
L.
S., el novelista, en alguna ocasión ha declarado que le hubiera
gustado ser uno de esos carteros que llevan años trabajando en el
mismo pueblo, de dos mil habitantes, y conoce de qué pie cojea cada
hijo de vecino. Para eso, claro, se necesita un doctorado en lince.
Qué
fácil, por cierto, insultar al personal de Correos sin levantar sospechas.
Entra uno en la oficina sobre en mano, da para despistar
los buenos días y, al punto, cuando el cartero le pregunta a uno eso de:
¿certificado, urgente u ordinario?, no tiene más que responder:
ordinario.
El tono, a la hora de proferir la palabra, puede escogerse según los
niveles de malicia. Y listo. Ya puede uno salir de allí creyéndose
un Quevedo, que según se cuenta se las apañó para llamar coja a la
reina en sus narices.
2016
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