Venían calle abajo. Comerciales
jóvenes, voceros de las eléctricas. Trajeados y afeitados,
engominados y maquiavélicos, con esa aureola de triunfadores y
liantes abonada por tantas historias de persuadidos que, justo
después de rubricar, comienzan a sentirse engañados.
Desde el bar semidesierto vi
acercarse a la dupla. No imaginé que pudieran atracar allí, pero se
sentaron en una de las mesas vacías de la puerta. Individuos de
apariencia peligrosa, di en pensar, pero luego intenté corregir mi
desconfianza, a buen seguro prejuiciosa.
Debían de ser temporeros,
pensé, avezados universitarios recién egresados, grumetes
contratados para alguna campaña estacional. Sin mayores esfuerzos
los atisbaba a través de la ventana medio abierta. Extraían
documentos de sus carpetas, señalaban cifras en fotocopias de
facturas encabezadas por el logotipo de alguna empresa del IBEX 35,
comentaban algo para luego volver a archivarlas. Quizá acababan a
aquella hora la jornada y, sentados ante unas cervezas y en aparente
soledad, se aflojaron un poco la corbata... y la lengua.
Retazos de conversación
franqueaban de cuando en cuando la ventana de reja. Se quejaban los
emisarios del oligopolio energético de que no era corriente lo de
cierta señora: “X es tonta: no quiere cambiarse, le gusta pagar
más”. Se advertía
en el tono algo de saña y bastante desprecio, modales atribuidos
-por lo general- a ocupantes de otras vestiduras. No cabe duda, por
otra parte, de que esa capacidad suya, tan palpable, de saber apartar
a un lado la decencia, tan improductiva, para ascender sin reparo,
habrá de serles de mucha utilidad y beneficio en esta vida. Pero
esta última línea apestará a muchos a insoportable moralina. Con
todo, a pesar del evidente sarpullido que a uno le levantaron -no lo
oculto-, tampoco dudo de que llegarán lejos en este mundo, y quizá
un golpe de dedo les baste, en el futuro, para aniquilar a este
escriba bala perdida y con pocos contactos.
El pasmo de uno borboteó
cuando, al cabo, en el momento de pagar, me pareció escuchar que los
señores trajeados discutían el precio con el tabernero. Por si el
choque de Weltanschaaung
no era ya suficientemente poderoso, aquello me acabó de revolver el
estómago. No sabía si sonrojarme, de puro bochorno, o qué otra
salida acometer. Imposible resultó captar los pormenores del
regateo, pero al cabo entró furioso el tabernero, tensando la musculatura hasta en las pestañas:
-Precio de guiri, dicen que les
he puesto -dijo, y sonreía crispado, con los ojos a punto de
salírsele de las órbitas.
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