Cuadro gris con una mancha negra, de Antoni Tàpies
Sale
uno a veces de los museos de arte contemporáneo -perdonadme- no sin
secuelas.
Al
observar un mastodóntico desconchón en la pintura de una fachada,
caminando por la ciudad media hora después, lo encuentra uno de
pronto de un deterioro muy logrado, una obra de arte -urbano en este
caso- que en nada desentona con las que acaba de contemplar, urna
mediante, en la sala museística. Y se dice uno que emula el
desperfecto, de manera muy conseguida, una figura bastante
estilizada, al estilo de las de Giacometti.
Percibir
esa dimensión estética en una realidad, al fin y al cabo,
depauperada, puede producir, más que un sentimiento de distinción,
la cotidiana punzada de estupidez o una oleada de culpabilidad
burguesa, como si no andase uno muy lejos de aquellos turistas primermundistas que, mirando las chabolas desde
la distancia,
únicamente veían, inmunes a la miseria, una sucesión muy colorida
de paredes, digna de alabarse, de una belleza que les alegró la
jornada.
Hubo
una época en que miraba con asiduidad pintura y fotografía
abstractas. Un día, al caer la tarde en la huerta, me descubrí abismando la mirada en el
suelo y pensando que el tramo de zahorra de la entrada resultaba de
lo más artístico, un prodigio de abstracción, muy similar a
algunos cuadros modernos y cotizadísimos. En ese momento, por supuesto, a uno se le vuelve a hacer presente el componente de engañifa que a menudo se le atribuye al arte contemporáneo, aparta
despavorido la mirada del suelo y comprende que urge una
desintoxicación.
© 2016.
Les quatre coins, de Antoni Tàpies
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