06 julio 2025

"Vivir abajo", de Gustavo Faverón Patriau


Como en los cuentos infantiles, en esta reseña hay un camino largo y un camino corto. El corto consta solamente de dos palabras: obra maestra. El largo es el que sigue.

 

Vivir abajo (Candaya) se publicó en España en 2019. La primigenia es de 2018. He comprado la sexta edición, salida de imprenta en la primavera de este 2025. Vivir abajo consta de unas 665 páginas, pero desde muy pronto se instala en el lector la sensación de estar leyendo algo muy grande, a la altura de un maestro de la literatura. Su autor, el peruano Gustavo Faverón Patriau (Lima, 1966), acaso haya visto menguada la repercusión que su obra merece por el hecho de publicar en una editorial independiente y no en un gran grupo, con todo lo que ello implica. Faverón, que coeditó junto a Edmundo Paz Soldán el volumen Bolaño salvaje y ha sido doble finalista de la Bienal de Novela Mario Vargas Llosa, ni siquiera goza de entrada en la Wikipedia. La editorial Candaya le ha publicado también Minimosca (2024), otro mastodonte de más de setecientas páginas que me gustaría leer a no mucho tardar, y El anticuario (2014), una novela más breve, entre otros títulos ensayísticos.

 

Desde muy pronto, en la novela se hace muy perceptible la impronta de Roberto Bolaño. Pero no quisiera por nada del mundo calificar este libro de epigonal o sucedáneo de la obra del escritor chileno. En Vivir abajo observamos a un heredero de Bolaño a la altura del mejor Bolaño, que es una altura estratosférica. Una altura, además, que se sostiene durante muchas páginas. El universo del chileno, sus estilemas, así como los temas (incluso aparece Octavio Paz en no demasiado buenos términos), parecen aquí asimilados de forma cabal, interiorizados hasta el tuétano y replicados de forma magistral. La prosa de Faverón, trabajadísima, es un disparadero de imágenes apabullantes, con un fraseo de giros sorprendentes casi constantes con cierta dosis de delirio, asociaciones muy audaces y un alto grado de verdad que exuda todo el conjunto.

 

Vivir abajo resulta una lectura bastante perturbadora que se refiere a distintos horrores del siglo XX, tanto en Europa (el nazismo y la II Guerra Mundial) como en Latinoamérica (la dictadura paraguaya de Stroessner, la chilena de Pinochet, los nazis huidos de Europa, Sendero Luminoso) y que abarca distintas localizaciones (Paraguay, Perú, Argentina, Estados Unidos, Chile). No escasean los torturadores, los asesinos, las venganzas. Y asimismo la literatura está muy presente, hay psicópatas muy leídos que desmontan ese mantra biempensante de que leer nos hace mejores personas, y que recuerdan, por ejemplo, al Carlos Wieder de Estrella distante, un poeta sádico, y a la frase de George Steiner en sus Gramáticas de la creación: "...la educación se ha revelado incapaz de hacer que la sensibilidad y el conocimiento sean resistentes a la sinrazón asesina". En un momento dado, leemos que unos torturadores tienen la costumbre de poner música sacra a volumen alto mientras ejercen. Una alianza entre melomanía y mal que nos puede llevar al Álex de La naranja mecánica (el sádico admirador de Beethoven) o al Hannibal Lecter (Hannibal el caníbal) de Thomas Harris, de refinada cultura y afilado colmillo.

 

"Le pregunto de qué trata el libro y creo entender que me dice que es un libro acerca del origen del mal pero después me doy cuenta de que ha dicho que ese libro es el origen del mal" (Página 41). 

 

Se aborda también la relación cine-violencia. El personaje principal, George Bennett, comete a lo largo de su vida varios crímenes y rueda varios documentales. Se alude a las películas snuff, que aparecían en la trama de Tesis de Alejandro Amenábar. Se mencionan obras emblemáticas del séptimo arte como Masacre. Ven y mira de Klimov o Fitzcarraldo de Werner Herzog (de esta última, rodada en Perú, se habla largo y tendido). La profesora de George (Laura Trujillo o Mrs. Richards) y su marido comienzan a recibir una serie de mecanoscritos de novelas, sin que sepan el motivo. Los argumentos son mayormente rocambolescos, con lo que Faverón ensaya con acierto ese procedimiento borgeano de hablar del contenido de libros que no existen. Estas novelas ("las novelas incesantes", las llaman ellos) superan el centenar y más adelante conoceremos el porqué de los envíos. George viaja por distintos países de América del Sur en una búsqueda parangonable acaso a la de la parte central de Los detectives salvajes. A su vez, este George es objeto de una investigación detectivesca por parte del narrador innominado del libro, un periodista que reconstruye desde el siglo XXI toda la historia, que se desarrolla más que nada en la segunda mitad del XX.

 

"...por Chuck Berry, que es mi guitarrista favorito, se muerde los labios, porque en sus canciones todo es guitarra pero no parece que hubiera una guitarra, lo que uno escucha es como el roce de un rayo de luz que toca la superficie de un planeta en un solo punto y, sin embargo, con ese solo roce, saca al planeta de su órbita y lo deja danzando en el éter, en el éter errante, errabundo, vagabundo: vagaroso en el éter va el planeta. Así suena la guitarra de Chuck Berry, como la luna entre los árboles, como una estrella fugaz, como una aurora boreal, como el aleteo de un arcángel" (Página 450).

 

"Una violación es un momento que dura para siempre, eso es un trauma, una prisión de la que no se escapa nunca, se repite y se repite en tu memoria para siempre, o más aún, la repites y la repites para siempre, porque eres tú, no es tu memoria, la memoria no es un artefacto ajeno, no es una cosa que anda por ahí, la memoria eres tú, está en tu mente y en tu cuerpo, no se va, te rodea como una partida de comanches, y tú en tu carromato solitario en la gran llanura americana, te rodea como todos los zombis de un cementerio, y tú en la casita embrujada con esas ventanas tan grandes que no tienes cómo tapiar, cómo enmaderar, tú eres la casita embrujada, pero tú también eres todos los zombis del cementerio y tú eres el cementerio" (Páginas 434-435). 

 

Pese al supuesto delirio, se observa por detrás de todo la mente ordenada y pensante del autor, que hilvana las tramas y las dota de una estructura sólida que se prevé meditada desde un principio. Como curiosidad, Faverón utiliza -creo que en dos ocasiones- la palabra azulino, esa que Borges dijo en una entrevista, en un aserto cuestionable pero legendario, que no se podía escribir aunque estuviese en el diccionario. El peruano César Vallejo, en cambio, como rebelándose contra esta prescripción de estilo del genio argentino, escribió en uno de sus poemas: "...jugar a las cometas azulinas, azulantes".

 

Vivir abajo es una novela que refleja de forma descarnada, y con una prosa sin domesticar, el horror del mundo, como en ciertos óleos de Caravaggio, ¿un pintor del barroco tardío, del barroco temprano? (disculpe el no lector de Faverón este pequeño chiste privado al que sólo le verán gracia, si acaso, los lectores de la novela). Los sótanos, esos espacios subterráneos, se asocian a menudo a la violencia y al ejercicio del terror.

 

Vivir abajo resulta una propuesta genial y apabullante, abrumadora por momentos y atravesada de humor. Aunque se trata del primer libro que leo del autor, me cuesta pensar en un autor latinoamericano actual a la altura de Gustavo Faverón Patriau. Hasta ahora ha supuesto mi mejor lectura del año, y espero no tardar demasiado en acercarme a Minimosca, en la que según he oído aparecen varios personajes de esta novela anterior.

 

Lo dicho: obra maestra

 

02 julio 2025

"Baumgartner", de Paul Auster

 



Leí mucho a Paul Auster entre 2002 y 2008, unos diecisiete libros. Con el tiempo, me fui distanciando de su obra: oía en entrevistas al autor a quien tanto había admirado y encontraba su discurso (con perdón) un tanto pretencioso, solemne y vacuo, de una gran seriedad pero con poco que aportar. Imagino que forma parte de la vida lectora de mucha gente que a los treinta te desilusionen un poco aquellos autores que a los veinte te encandilaron, así como que otros permanezcan incólumes. Auster, para mí, ha sido del primer grupo, pero benditos los ratos pasados entre las páginas de El palacio de la luna, La trilogía de Nueva York, Leviatán, El libro de las ilusiones, La música del azar o La noche del oráculo, por mencionar las obras que encuentro más destacables de su producción. Su más celebrada incursión en el cine, la película Smoke, con Harvey Keitel y William Hurt, me ayudó a comprender mejor en qué cuerda tonal vibraban sus personajes.


Llegué a este libro por ser una de las lecturas del club de lectura que coordino en la biblioteca donde trabajo. Baumgartner, publicada en 2023 y traducida en España al año siguiente, supone la última novela publicada en vida por el autor de Brooklyn, su ocaso antes del mutis por el foro causado por un cáncer de pulmón a los 77 años. El libro carece de la fuerza, la complejidad y el acierto de las mejores obras de Auster. Se diría que es un Auster crepuscular pero reconocible, que en todo caso supera a otras obras bastante olvidables como Viajes por el scriptorium.


Hace unas semanas oí la experiencia de Héctor Abad Faciolince, el autor de la magnífica El olvido que seremos, cuando se encontraba en Ucrania durante la guerra que a día de hoy aún perdura. Sentado a la mesa de una pizzería, se cambió de asiento con una escritora ucraniana por motivo de ciertos problemas auditivos. Cayó un misil sobre el local, Faciolince salió ileso, pero justo en el sitio en que antes se encontraba a la escritora ucraniana le saltó una esquirla y la mató. Me pareció una de las casualidades tan propias de los libros de Paul Auster.


Baumgartner, que comparte apellido con el señor aquel que se arrojó desde la estratosfera, es un filósofo, profesor y escritor que encara el tramo final de su vida y que lidia con el duelo por la muerte de su esposa, Anna Blume (que comparte nombre con la protagonista de El país de las últimas cosas), hace casi diez años. La novela se desarrolla entre 2018 y 2020, aproximadamente. Contiene varias historias intercaladas (a la manera de las del Quijote, obra muy apreciada por el neoyorquino) que recuerda, si bien de una forma más sencilla, el juego de muñecas rusas o cajas chinas tan recurrente en la obra de Auster. La trama principal no consta de demasiada acción (o al menos no de una trama de bombo y platillo), como reflejo de la existencia de un personaje que vive entre recuerdos. Entre esas remembranzas vitales se encuentra la historia familiar y los orígenes europeos de Baumgartner, hijo de un judío polaco emigrado a Estados Unidos, en los que se encuentran concomitancias con los del propio Auster.


Sólo un dato más, para terminar. Paul Auster, escritor de éxito desde muy pronto, ganador del Príncipe de Asturias en 2006, y muy leído en España, vio cómo (según cuenta él mismo en un documental) veintisiete editores rechazaban su novela La trilogía de Nueva York, hoy considerada una de sus obras cumbres. Veintisiete.

07 junio 2025

Hallazgo inopinado


 

El otro día un usuario apareció en la biblioteca con una bolsa de libros para donar. Me los mostró uno a uno y acepté el ofrecimiento. Cuando se marchó, cedí a la costumbre de airear las páginas, por si aparecía algún dinosaurio. A menudo surgen calendarios de tiempos prepandémicos y prerrafanadalianos, flores prensadas, estampitas de santos, cupones de la ONCE del año 75, duros con el busto de Franco, tickets de compra de tiendas de aeropuerto, multas del año 97 por conducir sin el preceptivo casco un ciclomotor, recuerdos de primeras comuniones de personas ya fallecidas, astrosos marcapáginas.

 

Lo del otro día, en cambio, nunca antes lo había hallado en ese sedimento vital donde se van decantando los años, ese estrato geológico fedatario de etapas pasadas en que para algunas personas se convierten los interiores de los libros, en los que van dejando, como las migas de Pulgarcito, cierto recuerdo de la ruta de sus días. Nunca me había topado, digo (aunque cuántas veces no habremos fantaseado con la idea), con dos billetes de cincuenta euros. Se hallaban como salidos de la tabla de planchar de una madre benemérita, sin doblar, se diría que apenas manoseados, como recién impresos. Los examiné al trasluz, todavía no muy convencido de su apariencia de autenticidad. ¿Consistiría aquello en una retorcida prueba de integridad con la que el donante indagaba en la estatura moral de un empleado público? La posibilidad de un soborno ni siquiera gozaba de entidad como hipótesis factible. ¿Y una gratificación clandestina y a todas luces excesiva en agradecimiento por el trato recibido? Hace unos meses una señora, que vivió durante décadas en Alemania, me señaló que allí en las bibliotecas disponían en el mostrador de una hucha para pequeños donativos, y me conminó a seguir el ejemplo, cosa que encontré descabellada por varios motivos, entre ellos la mala reputación que nos granjearía ese espíritu pedigüeño en un servicio que los ciudadanos consideran que ya pagan con creces a través de sus impuestos.

 

En cualquier caso, a pesar del monto tentador, busqué en el programa informático el teléfono del usuario y marqué los números. Aún se encontraba cerca de la biblioteca. Le entregué el impoluto papel moneda y me dio las muchas gracias. El hombre, que ni siquiera recordaría ya haber puesto allí aquel dinero a modo de carísimo marcapáginas, ganó de pronto el jornal sin esperarlo. 

 

-La anécdota del día, jamás me había sucedido cosa igual -le confesé.

 

 2025 

05 mayo 2025

Día del Libro 2025. Unas palabras a vuelapluma

 

                                  Fotografía tomada de SER Andalucía Centro

(*Palabras escritas para ser leídas durante los actos conmemorativos del Día del Libro en la Biblioteca Pública Municipal de Cuevas Bajas, edificio de nueva construcción que abrió sus puertas unos meses atrás). 


Nunca en la Historia ha leído tanta gente como en la actualidad. Aunque el pesimismo se enquista con fuerza en nuestro organismo (y no faltan los motivos), si repasamos las tasas de alfabetización a lo largo de los siglos acaso podríamos llegar a esta conclusión algo esperanzadora. Tampoco ha existido, por mera estadística, tanta gente capacitada para escribir buenos libros. Y sin embargo, aunque casi todos gozamos de la capacidad lectora, nunca será suficiente el trabajo que dediquemos a fomentarla en un mundo en que otros estímulos (a corto plazo más satisfactorios y adictivos) nos llevan a relegarla en favor de segundas o terceras actividades de ocio. El argumento más socorrido para justificar que no se lee, según el último Barómetro de Hábitos de Lectura, sigue siendo la falta de tiempo. Y digo justificar porque lo de no tener tiempo siempre ha sonado a excusa de considerables proporciones, y a menudo comprobamos (como recuerda David Pérez Vega) que mucha gente que afirma no disponer de tiempo para leer libros sí lo tiene en cambio para ver series durante horas en alguna plataforma o mirar varias horas al día la pantalla de su teléfono móvil. Será que nos resulta más complaciente dar esa respuesta antes de reconocer que, en nuestro tiempo libre, tenemos otras prioridades que anteponemos. 

 

La lectura se antoja aún más crucial en los tiempos actuales de polarización y desinformación, en tanto que la cultura, y la formación de cierto espíritu crítico, nos debería ayudar a vacunarnos (en este mundo cada vez más dividido y “propicio al odio”, como lamentaba el poeta Ángel González), contra discursos demagógicos y llevarnos a contrastar una noticia antes de divulgar informaciones de dudosa veracidad, o de una clarísima falsedad (y es que, como avisan los expertos, las patrañas corren por internet a una velocidad mucho más rápida que la verdad).

 

La lectura, en la infancia y adolescencia, ayuda a aplanar la montaña de los exámenes en la vida académica. Según ciertos estudios, los niños que tienen la costumbre de leer en casa (con sus padres al principio, y luego en solitario) llegan a acumular, pasados unos años, hasta un curso de ventaja con el resto. Nos recuerda Irene Vallejo que los neurólogos “están descubriendo que [leer] se cuenta entre los mejores ejercicios posibles para mantener ágil el cerebro” y que “el psicólogo Raymond Marr y su equipo de la Universidad de Toronto probaron en 2006 que las personas que leen son más empáticas que las no lectoras, especialmente quienes frecuentan obras literarias”. Pero, con todos los beneficios que nos reporta la lectura, tampoco debemos caer en el triunfalismo facilón según el cual “leer nos hace mejores personas” (son conocidas las veleidades artísticas de Hitler, y la propensión lectora de Stalin: se puede leer mucho y ser un mal bicho), pero seguramente sí que nos hace más libres, tal vez más inmunes a ser engañados, como afirmaba el poeta Luis García Montero. Los libros nos acompañan, nos fortalecen y, en momentos críticos de la vida (como el caso del joven Mario Vargas Llosa, internado por su padre en un colegio militar) pueden ofrecernos una esperanza tangible y muy poderosa a la que aferrarnos. 

 

Hace unos días volvió a aparecer en los medios la noticia del librero de segunda mano de Rabat que pasa leyendo, desde hace cuatro décadas, todos los ratos perdidos que le deja su trabajo, momento en que suele ser blanco de los flashes de los viandantes, que encuentran la estampa del hombre leyendo junto a esos cientos (quizá miles) de libros de viejo, una escena muy pintoresca y digna de fotografiar. Tan ajenas a los focos como ese librero, en múltiples bibliotecas rurales, como la de Cuevas Bajas, también se da ejemplo y se libra la batalla del fomento de la lectura, con la atención diaria y el desarrollo de actividades como los clubes de lectura, que suponen un importante agente socializador para tejer lazos en nuestras pequeñas comunidades. “El mundo se derrumba y mi pueblo construye una biblioteca”, he afirmado en alguna ocasión, parafraseando lo que dijo Ingrid Bergman a Humphrey Bogart en la película Casablanca (“El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos”). Y constituye un motivo de no poca alegría comprobar que el impulso que dieron personas como María Moliner hace casi un siglo para dotar de bibliotecas públicas a los pueblos pequeños de España sigue teniendo continuidad. Larga vida a los libros. Larga vida a las bibliotecas.

 

 

Jesús Artacho

26 abril 2025

"Las llanuras", de Gerald Murnane

 

Hace bien poco tiempo ni siquiera sabía de la existencia de Gerald Murnane. Podríamos decir que “todo comenzó” mirando las quinielas de los candidatos al Nobel de Literatura. El año pasado, sin ir más lejos, este escritor aparecía en alguna de las primeras posiciones, la cuarta o la quinta. Vi que la editorial Minúscula, de Barcelona, había publicado en España varios libros de este autor australiano, entre ellos Las llanuras (1982), considerado una de sus mejores creaciones. Fue así como me interesé por este libro.

 
En la biobibliografía de la solapa se nos dice que Murnane nunca ha viajado en avión. Tras un sondeo somero de la red, leo en algún sitio que el autor, nacido en 1939, nunca ha salido de Australia. ¿Haría una excepción si, dado el caso, el próximo octubre le conceden el Nobel? Si resulta ser el autor obsesivo y maniático que algunos pintan, la respuesta a la pregunta se antoja negativa. ¿Tendrá la Academia Sueca esto en cuenta para evitar su premiación, ante la duda de que no lo recoja? Lo ignoro. Creo recordar que en 2004 la austríaca Elfriede Jelinek no asistió a la ceremonia y recibió el premio en Viena, por problemas psíquicos (se hablaba de fobia social).
 

En Las llanuras, leemos algunos pasajes que resulta imposible no asociar con esta característica del autor: “He pasado toda mi vida intentando ver el lugar que ocupo como el destino de un viaje que nunca emprendí”, leemos. O: “Casi a diario me sorprende constatar que sean tan pocos los habitantes de las llanuras que han viajado realmente”. La experiencia del viaje internacional se antoja una de las obligaciones para el joven primermundista de nuestra época. A contrapelo de esta tendencia, el poeta malagueño Diego Medina Poveda escribía: 


“Lo sé, es raro en estos tiempos,
viajar no me apasiona,
me da alergia el periplo del turista
que baja del low cost malhumorado
y cree que en tierra extraña
se va a encontrar consigo mismo
en un selfie de amor a su persona”. 


Las llanuras se antoja un libro muy cerebral, ensayístico, sesudo. Tiene mucho de juego intelectual, de especulación filosófica, con ecos de Borges, de Kafka, de Bernhard, y también de la literatura del absurdo. Una novela sin apenas acción con una factura de desusada excelencia, sólo apta quizá para paladares exquisitos. 


“¿He olvidado acaso una de las características más corrientes de los habitantes de las llanuras, su obstinada negativa a permitir que lo desconocido tenga ningún efecto sobre su imaginación simplemente por el hecho de ser desconocido?” 


“Eso sí, un día espero poder satisfacer mi curiosidad acerca de su teoría de la Llanura Intersticial, el sujeto de una excéntrica rama de la geografía: una llanura que, por definición, no puede visitarse, pero que colinda y da acceso a todas las llanuras posibles”.

 
Un cineasta viaja a esta región de las llanuras, dizque en la Australia interior, con el fin de rodar una película que encapsule la esencia de esas tierras. Pasan los años y la empresa se antoja inabordable. Los lugareños señalan al forastero la imposibilidad de que lo consiga, del mismo modo que el agrimensor nunca llegaba al castillo en la obra de Kafka. Del mismo modo en que Godot nunca acababa de aparecer en la obra de Samuel Beckett.
 

La editorial Minúscula, cuya labor merece destacarse, con no pocas joyas en su selecto catálogo, ha publicado también Una vida en las carreras y Distritos de frontera, elogiada por autores del club del Nobel como Jon Fosse o J.M. Coetzee. Debería seguir leyendo a Gerald Murnane. Todo un descubrimiento.

 

 

02 enero 2025

Lo mejor de 2024

 -Las uvas de la ira, de John Steinbeck (Alianza).

-Oblómov, de Iván Goncharov (Alba).


-Las muertas, de Jorge Ibargüengoitia (Cátedra).

-La vegetariana, de Han Kang (:Rata_).

-La mancha humana, de Philip Roth (Alfaguara).

-Homo Deus, de Yuval Noah Harari (Debate).

-La muerte de Iván Ilich, de Lev Tolstói (Nórdica). 

-Un artista del hambre, de Franz Kafka (Nórdica).

-Los árboles, de Percival Everett (De Conatus).

-Mendel el de los libros, de Stefan Zweig (Acantilado).

*
 

 -Poesía (2010), de Lee Chang-Dong.

-La favorita (2018), de Yorgos Lanthimos.

-El espíritu de la colmena (1973), de Víctor Erice.

-Breve encuentro (1945), de David Lean. 

-La historia del cine: una odisea (2011), de Mark Cousins.

-Fallen leaves (2023), de Aki Kaurismäki.

-Tarde de perros (1975), de Sidney Lumet.

 

-La noche del cazador (1955), de Charles Laughton.

-Como en un espejo (1961), de Ingmar Bergman.

 

-La estrella azul (2023), de Javier Macipe.